April 22, 2009

Etnografía de la comida en un lugar sin comensales

Estoy segura de que uno puede conocer la cultura en la que vive con sólo observar la relación de la gente con la comida. Y no solamente con respecto a lo que come o cuánto come (eso es lo más obvio y por lo tanto lo menos interesante), sino cómo lo come, en dónde, en cuánto tiempo y en compañía de quién.

En mi segunda noche en este país, salí a cenar con mi compañera italiana lo que nosotras llamábamos "comida étnica": una hamburguesa gigante con papas y tocino. Es una cena deliciosa, barata, grasosa, y con suficiente colesterol como para no volverla a hacer en los seis meses siguientes. Pero yo vengo del país de al lado, así que 1200 calorías y 80 gramos de grasa en un mismo plato no me espantan. Lo que me dio escalofríos, en cambio, fue lo que vi cuando miré con detenimiento el restaurante: toda la gente estaba cenando sola en la barra, y las pocas mesas que había tenían una sola silla. Una silla por mesa. Todavía conservo ese recuerdo como la primera señal de un sino terrible: el nuevo país me daba la bienvenida augurándome con esa imagen cinco años de comer sin compañía.(1)

---

-¿Cuál fue tu más grande "shock cultural" cuando viviste aquí?- le preguntamos a Jairo. Jairo es brasileño, estudió en Maryland, y aunque vino acá a hablarnos de sintaxis, nos dió por hablar primero de generalidades de la vida:
-El hecho de que la gente coma en cualquier lugar. Que coman en clase, en el metro, mientras caminan, en las juntas. Una vez estábamos en una junta con el decano y el decano sin más sacó su sandwich enorme y se puso a comer enfrente de nosotros. -Jairo dice que abría muy grandes los ojos pero aún así no podía creer lo que estaba viendo.

Yo no agrego nada, pero con eso me queda muy claro por qué "los latinos" cabemos en el mismo costal. Durante mis primeros meses aquí adopté una especie de resistencia gastronómica inconsciente, y me iba a mi casa puntual a las dos de la tarde para cocinar, muerta de hambre y con mucha prisa, porque sólo tenía una hora para hacerlo. Al segundo mes me aculturé y ya estaba comiendo de un recipiente de plástico frente a mi computadora. En el nuevo país no se necesita mesa para comer.

---

-En Brasil -dice Jairo- uno nunca come sin ofrecer de lo que está comiendo. Ni siquiera es que los demás vayan a aceptarlo. Es simplemente de muy mala educación comer solo frente a otras personas.

Me recuerda todas las veces que, habiéndome hecho a la idea de comer en la oficina, no podía dejar de ofrecer el contenido desabrido e impresentable de mi recipiente de plástico a cuanta gente estuviera alrededor mío. Obviamente, la mayoría me miraban con suspicacia y decían que no casi ofendidos. Uno que no sabía cómo reaccionar prefería decirme siempre que sí. Y aunque a mí misma me sorprendía un poco que alguien aceptara lo que yo ofrecía más por cortesía que por afán de multiplicar los panes y los peces, hasta la fecha me pone de buenas darle a Daniel manzanas, galletas, zanahorias, apio crudo, couscous con verduras. Es que nunca me acostumbré a la idea de que en el nuevo país la comida sea propiedad privada.

---

Una vez fui a una fiesta donde cada quien llevaba un platillo de su país. Yo llevé una modesta aportación de molletes chiquitos. Los molletes, queridos argentinos, son bolillos, o sea pan francés (que no es como nuestro pan francés, queridos mexicanos) untado con frijoles -o sea porotos, argentinos- y gratinados con queso -o sea, pues, gratinados con queso. Como no tuve tiempo de hacer una salsa, llevé una lata de chiles chipotles La Morena, que como todo oaxaqueño sabe, son los mejores chiles chipotles de lata que hayan existido. A la mitad de la cena dos locales se involucraron en un concurso que consistía en comerse la mayor cantidad de chiles chipotles sin llorar. Un segundo concurso igualmente grotesco lo ganaba el que podía comer más tuinkis en menos tiempo. Me sentí un poco culpable de no encontrarle la gracia a lo que me parecieron los dos concursos más estúpidos del mundo. Creo que en ese momento no significaron nada, pero mucho tiempo después encajan muy naturalmente en el paisaje cultural que se ha ido revelando en los últimos tres años: en el nuevo país, incluso comer es competencia.


(1) Sólo porque por respeto a los lectores no me gusta hacer generalizaciones lingüísticas pseudo-científicas, pero me gusta pensar que no es casualidad que en el idioma de este país no haya una palabra para "compañero" -el que comparte el pan-, ni para "comensal" -el que comparte la mesa-.

April 13, 2009

Historias de dos completos desconocidos y un libro II

Taras

El Q es mi metro favorito porque cruza el río por el puente Manhattan, desde donde se ve, hacia el sur, el puente de Brooklyn y hacia el norte el de Williamsburg. Y porque es de los pocos lugares donde se ven carteles en chino al lado de carteles en ruso: pasa por Canal y va hasta Brighton Beach. Se suben y bajan chinos, rusos, antillanos, ucranianos, polacos. Hoy viaja adentro una multitud y estamos todos a cinco centímetros del otro.

A mí esta vez las peripecias del transporte público en fin de semana me tienen sin cuidado porque estoy conociendo en el libro que me dió Leonor la estación de tren de Sárszeg en una tarde de 1899, donde un par de ancianos van a despedir a su hija Alondra, esa pobre mujer feísima que nunca ha salido de su casa por más de un día. Pero se me están clavando unos ojos en el hombro. Es un hombre de más de cincuenta años, que no me deja de ver. Le devuelvo la mirada y me sigue viendo fijo. Nos estamos viendo descaradamente a los ojos sin que ninguno le quite la vista de encima al otro. Como no me dice nada, no me queda más que retarlo con mi más arisco "¿Qué me ves?". Y el hombre me sonríe con sus ojos acuosos y cansados a cambio de no tener respuesta.

Regreso a Alondra pero sé que me este hombre me quiere decir algo. Está viendo mi libro, porque es deporte nacional curiosear en el metro lo que leen las demás personas. Así que volteo a verlo de nuevo para que de una vez me diga lo que tenga que decir. Y lo aprovecha: -¿Eres polaca? -No. -¿De Lituania? -No. -¿Croacia? ¿Eslovaquia? ¿Rumania? -No. No. No. (¿Qué este señor estará ciego?) -¿En qué idioma está tu libro? se rinde. -En español, le contesto. Y por supuesto, se queda desconcertado. -El nombre es húngaro, pero el libro está traducido al español.

-I'm Ukrainian. I'm a truck driver- me dice con un acento espeso, consonántico, y con un orgullo que remarcaba en cada erre y remataba con la sonrisa amarilla y el gesto de darse palmaditas en el pecho, repitiendo: Truck driver. Big truck. Forty eight states. I drive all over the country.

- ... Llevo cinco años aquí (...) Mi hija estudia arquitectura en Ucrania, me viene a visitar en Julio (...) Tú debes ser rica, porque los mexicanos que yo conozco trabajan mucho, mucho (...) Sin mexicanos, la economía americana -hace la seña del dedo pulgar hacia abajo- (...) En Ucrania, la economía está muy mal, no hay trabajos (...) Si regreso, será en otros tres años al menos, cuando mis hijos acaben la universidad (...) Me llamo Taras. (...) My English not is perfect (...) Vivo en Brooklyn, pero viajo por todo el país, cuarenta y ocho estados, todos menos Hawai y Alaska (...)

La historia de Taras es una historia traída desde muy lejos sólo para ser tan familiar como la de tantos otros desconocidos. Me imagino su vida de soltero viejo en un cuarto sucio de Brighton Beach, el cuarto que arregla y pone bonito para las visitas de su hija en los veranos. Casi lo puedo ver cenando solo su comida fría, comprada en el cenadero mugriento de la esquina el día anterior. En ciertos aspectos todos los solteros somos iguales. Llegamos de noche a un lugar donde nadie nos espera. Y el día que alguien llega a visitarnos, cocinamos y compramos flores y ponemos lindo nuestro rincón sin nadie.

---

Será porque uno nunca espera demasiado, y porque en veinte minutos no hay tiempo para decepciones. Será porque se esfuman en un segundo y nunca duelen cuando se ausentan. Será por que son tan flagrantemente humanos, pero los desconocidos me despiertan un afecto inexplicable. Un cariño quizás morboso, pero a fin de cuentas desinteresado. Sin duda el afecto más grande que uno pueda llegar a tener.

April 11, 2009

Historias de dos completos desconocidos y un libro I

No sé cómo empezar. Voy a empezar en un avión. Pensando en volar. Viendo los aviones despegar y consumar en unos segundos el sueño que la humanidad acarició durante milenios. Volar es un milagro. Y pienso en la razón que tenía Larisa cuando dijo: "Sólo el proyecto de occidente tuvo la capacidad de hacer de volar algo tedioso". Me sudan las manos. Con los años, las alturas me dan cada vez más miedo. Pienso mucho en cómo sería mi muerte si sucede en este avión. Sólo espero que no sea dolorosa, pero ya me duele sólo de pensar en ella. Y aunque me va a dar mucho gusto no volver a ver a mi asesora, ya extraño al mundo y a mis amigos y pienso que no me quiero morir. Inmediatamente me da tristeza pensar que aunque no me muera este día de cualquier manera todos nos estamos muriendo. Creo que lo último que haría, llegado el caso de una catástrofe, sería abrazar a mi compañero de asiento. Lo más importante del último momento de la vida debe ser permanecer siendo humano. Algo así. No morir como cosa. Morir agarrado de algún cariño, aunque sea el de un desconocido -que es, ahora que lo pienso, el afecto más grande que uno pueda tener.

Leonor

Yo no suelo conocer gente interesante en los aviones, y en general me aburren las historias de vecinos de asiento. Pero Leonor estaba a punto de golpearme la cabeza al bajar su maleta del compartimiento ése de arriba y después de decir "perdón" me preguntó de dónde era. Así surgió nuestra intensa amistad de veinte minutos. Supe que tiene un hijo en Iowa, que el hijo tiene ventidós años y muchos problemas. Tanto así que ameritó el viaje de Leonor desde Ecuador -aunque ella en realidad es peruana- para venir a pasar un tiempo a acompañarlo. Leonor está casada con un yugoslavo y habla serbio. Le parece inaudito que alguien aprenda quechua en un salón de clases. Por eso le caí bien y cuando nos despedimos me regaló un libro.

Tengo que abrir este paréntesis para confesar que un tiempo odiaba que me regalaran libros. Incluso tuve que hacer la petición explícita a mis amigos de que, por favor, no me dieran ni un libro más, a mí, que me gustan tanto los discos piratas de Michael Jackson, los aretes de colores, los tés de sabores, y los libros prestados. Todos los libros del mundo deberían circular de mano en mano en cuanto acaben de ser leídos, o bien vivir en bibliotecas públicas. Por eso no me gustan los libros regalados: siento la obligación moral de guardarlos conmigo para siempre, y eso es algo que uno nunca debiera hacer, porque es una cosa horrible un libro con dueño. Bueno, el caso es que Leonor me regaló éste que estoy leyendo ahora. Y por primera vez en mucho tiempo me brillaron los ojos cuando ví lo que me estaba dando.

El autor es Dezso Kosztolányi y la novelita se llama Alondra. Soy una completa ignorante de la cultura húngara, y estoy segura de que el punto más alejado de mi corazón está en algún lugar de Europa del Este. Pero no bien me despedí de Leonor, me puse a leerlo. No sé si es grandioso, pero es muy bueno. Sobre todo porque trata de la muerte constante e inminente, esa en la que tanto pensaba yo mientras me entristecía con las manos llenas de sudor en el avión.

(sigue: Taras)