Una ofrenda de vida y muerte
Del zócalo de Cuernavaca salieron mis mejores amigos y los mejores años de nuestras vidas. Ahí bailábamos dos veces por semana con cacahuates en los tobillos -como les gustaba decir a los que se burlaban de nosotras- alrededor de flores y copal. Ahí organizamos una escuela donde los niños de la calle no nos dejaron enseñarles un carajo y nos sentaron con ellos a dibujar y hacer monitos de barro. Ahí editamos una revista y publicamos las viñetas, poemas, cuentos y fotos de los que nos sentábamos toda la tarde en las escaleras del Morelotes o las sillas de Los Arcos. De ahí salió la caravana que inauguró los murales que por todo el centro de la ciudad pintaron otras decenas de personas, convocados por teatreros y pintores que consiguieron los permisos y la pintura. Había viejitos que bailaban danzón los domingos y niños con triciclos y botes de hacer burbujas. De ahí mismo, del zócalo de Cuernavaca, salía la vida.
Después nos fuimos y después no supe. Un día el zócalo se volvió el lugar del arbolito navideño de Coca-Cola, de los "domingos culturales" organizados por el gobierno municipal que hacían propaganda para los políticos en turno con mujeres bailando cumbia en minifalda.
Quince años después ahí mismo se tienden flores para los muertos.
Quince años después ahí mismo se tienden flores para los muertos.