January 15, 2010

Cruzar el agua

 
Posted by Picasa
Nos sentamos en la banca desde donde se ve el lago y sus siete islas, que ya no son siete, sino cinco. O digamos mejor que tres, porque una ya es península y de la otra se me olvida el nombre. Janitzio, Pacanda, Yunuén.

-El otro día nos pusimos a contar Lisa y yo en cuántas islas hemos estado. Y son poquitas.
-¿A ver?
-Manhattan, Long Island, Cozumel, Isla Mujeres, Xolboch y Janitzio. Bueno, ella además ha estado en Inglaterra.
-Es cierto, son poquitas.
-A ver, ¿tú?
-Montreal es una isla. Cuba, todo Nueva York menos el Bronx. Y una vez me bajé al baño en una chinampa en Xochimilco. Cuenta. Y el DF: el templo mayor estaba en una isla.
-Pero ya no.
-Pero sigue siendo.

No. La verdad es que las islas siempre fueron pocas y además se están extinguiendo. Jarácuaro antes era una isla y ahora se llega en combi.

---

Una vez le oi a un economista responder ante algún sinsentido anticastrista: "Cuba sufre más por isla que por comunista". Todavía no he encontrado a alguien que lo desmienta.

---

-Dicen que Nueva York está en medio del agua, ¿no? Como la Pacanda.
-Como la Pacanda, sí, haga de cuenta, doña Camerina. Sólo que un poquito más grande.

---

Nos quedamos contemplando el lago y la falda de luces de Janitzio desde el bosque a oscuras. Extrañando las islas, ahora que sabemos que hemos estado en tan pocas. No es que no las haya: es que son islas. Son, por definición, casi inaccesibles.

Nuestro cerro mismo, el más alto, o la banca donde estábamos, nos empezaron a parecer islas. A las palabras les hicimos alrededor un silencio. El Purhépecha es una isla, me acordé. Pronto lo van a invadir las algas, el pavimento, el progreso; lo van a volver península, español, inglés, lengua cualquiera de tierra firme. Porque nadie quiere cruzar el agua para entenderlo.

Luego me habló de un artista loco que se hizo una isla en su cocina y se fue a vivir ahí dos meses (Larisa siempre saca una historia inverosímil de un artista loco, que al principio nunca le creo y al final resulta ser verdadera).

---

En eso estábamos mientras se cimbraba y desaparecía entre escombros y dolor una isla en las Antillas.

January 07, 2010

Nativo de Extranjería y Razones para no Volar.

Enclavada en un campo enorme rodeado de ciudad está la orilla entre la tierra y el cielo: estoy en un aeropuerto. Y ya sabemos todo lo que son –o todo lo que no son- los aeropuertos. En un aeropuerto no hay nada, ni nadie, a pesar de que estén abarrotados de gente. Por que ninguno es realmente alguien en este lugar. Ser es quedarse, y en el aeropuerto nadie se queda.

Las horas corren más lentas que en una película sueca y en ese tiempo es inevitable conocer a alguien, platicar un poco: a dónde vas; no me digas que eres de Mérida; qué barbaridad, qué mal servicio; hola nene cómo se llama tu oso. Cuando el nuevo desconocido se va, lo extrañamos como si lo conociéramos de toda la vida: tan definitiva es la partida. Pero tan justa es la eternidad en el aeropuerto, que a los dos segundos nos olvidamos del incidente como si nunca hubiera sucedido.

Si la nacionalidad es parte de la idiosincrasia, en el aeropuerto hay muchos pasaportes, pero no se puede decir que haya nacionalidades. Es el lugar por antonomasia de la extranjería, que quiere decir no ser o, al menos, no ser de donde son los demás. Y como nadie se puede proclamar nativo del aeropuerto, el aeropuerto es tierra natal de todo extranjero.

En este aeropuerto (pero probablemente en cualquiera, porque los aeropuertos, como sus fugaces habitantes, son todos iguales) hay un bar de jazz que se llama Brooklyn. Y nada es menos parecido a Brooklyn. Nadie voltea desde el bar con la mirada salivosa, ni habla en voz alta, ni profiere las palabras de humor, de amabilidad o de rabia que uno oye en las esquinas de barrio.

Lo que más hay son documentos con nombres propios que se vocean, que se leen, que se verifican. Nombres propios que no son propiedad de nadie, porque fuera del papel nadie tiene nombre en este lugar. Y sin nombre no hay historia, por eso en el aeropuerto nadie tiene vida que contar o que contarse.

En ningún lugar importan menos las razones de la partida. Da lo mismo el que va en un viaje corto que el que se va para siempre. Da igual el que va a un velorio o a una boda, el que va a trabajar o se va porque no tiene trabajo, el que regresa por amor o el que deserta por desamor. Al que despidieron entre abrazos o el que se fue porque no tenía nadie quien lo despidiera. Si se va porque no soporta el clima o se va a pesar del clima; si se va con nostalgia o vuelve esperanzado. En el aeropuerto todos los viajes son iguales, el aeropuerto es la neutralización de los motivos.

En el aeropuerto todos hablamos la misma lengua, que no es la lengua nativa de nadie. Nadie tiene acento porque el acento es la canción hablada de nuestra identidad y en el aeropuerto nadie es identificable. (Cuando me decías que no te hacía reír me daban ganas de decirte que estar contigo era como estar en un aeropuerto. Y cómo te voy a hacer reír siendo extranjera; qué licencia de ironía puede uno tener en lengua franca).

El aeropuerto es el espacio entre la salida y estar afuera. Es el último conducto de un lugar que nos expulsa. Pero ningún umbral es infinito. La gracia del aeropuerto es que nunca es uno, sino dos. Al final del limbo hay un lugar en el que, si tenemos suerte, nos encuentran los ojos de alguien que nos escoge de entre la multitud de recién llegados porque sabe nuestra cara o nuestro nombre y entonces las palabras que se leen en ese cartel que sujeta en la mano designan otra vez a alguno que se siente bienvenido, o la cara nuestra vuelve a ser el rostro querido de alguien que nos espera.

Aunque también puede ser que lo único que nos encuentre al cruzar la puerta de salida sea sólo otro aeropuerto.

January 03, 2010

Festejos gregorianos

Tiene razón Bandala: en el paso del treinta y uno de diciembre al primero de enero pasa lo mismo que cuando se acaba el treinta de abril y empieza el primero de mayo: estrictamente nada o, bien, un segundo en el que seguimos siendo los mismos. Sólo que a mi familia no se le ocurre que la medianoche del ventisiete de junio, por ejemplo, es el momento indicado para engullir entre todos semejante pierna de marrano, comprar la fruta más cara de la temporada, tragársela de una en una al son del segundero pidiendo deseos (como si no se nos fuera ya de por sí la vida en eso: desear) y abrazarnos lacrimosamente, porque en mi casa nos expresamos afecto tan rara vez, que cuando nos abrazamos terminamos todos en una chilladera incontenible. Ningún otro día del año le damos a los niños la orden contraria de los otros trescientos sesenta y cuatro días: "No te duermas. Tienes que pedir deseos".

-No te las comas ahorita, espérate hasta las doce- le dije a mi sobrino, que ya estaba llevándose las uvas a la boca a las nueve y media.
-¿Y porqué hasta las doce?- preguntó.
-Para que pidas doce deseos cuando empiece el año.
-Yo no sé pedir deseos- me dijo él.
-No te hagas- pensé yo -si es lo que haces todo el tiempo- Pero no se lo dije.
-¿Los tengo que escribir?- me preguntó preocupado, él que apenas empieza a dominar el mi-mamá-me-mima y susi-ama-a-su-oso.
-No, sólo los tienes que pensar. A ver, ¿qué te gustaría que pasara el año que viene?
-Que haya más fiestas como ésta- contestó a la primera y bien sincero.

A las once y media, después de todos sus esfuerzos por mantenerse despierto, no pudo más que caer de codos en la mesa, dormido con las uvas intactas a un lado. Me recordó que aunque de chica el año nuevo siempre me agarraba dormida, hace unos años que las doce de la noche me encuentran inevitablemente despierta, pensando y deseando, porque todos los días son nuevos, y lo nuevo viene con planes y esperanzas, muy a nuestro pesar. Y si uno realmente quiere, cualquier día del año podría uno abrazar y decirle al otro cuánto nos importa y le deseamos bien. Y si se le cumplen los deseos a mi sobrino, quién quita que cualquier diescisiete de noviembre a medio día o doce de abril a las cuatro de la tarde hagamos una fiesta como ésa, con todo y cuenta regresiva (..tres, dos, uno) hasta un momento cualquiera del tiempo que, igual que el primero de enero, no sea de nada ni principio ni final.