July 05, 2010

La memoria de los insectos

Soy, tácitos amigos, el que sabe
que no hay otra venganza que el olvido.
Ni otro perdón. Un dios ha concedido
al odio humano esta curiosa llave
.

JL Borges

-Los insectos y los peces sólo tienen una memoria de tres segundos –me dijo uno de los Intelectuales de Los Arcos. Este último término designaba, en aquellos años, no a la clase provinciana hiper-culta que ellos creían que eran, sino a un conjunto impreciso bajo cuya extensión caían, y muchas veces contra su voluntad, todos los hombres treintañeros que se sentaran en las mesas del único café que había en la plaza principal, con miras a ligarse alguna gringa impresionable que les pagara una ronda de cervezas.

-Así que si algún día te compadeces del sufrimiento de una araña o un pez encerrado en una pecera, no lo hagas: esos animales no saben recordar.

El valor de ese dato enciclopédico –que muy probablemente es falso-, no fue lo que me hizo grabarme esas palabras, sino la revelación de algo que hasta entonces yo nunca había asociado: lo que no se recuerda no duele.

Me avergüenza decirlo, Rafa, pero en verano y en este cerro, matar insectos se ha convertido en mi deporte vespertino, por miedo a que de noche alguno me revolotee cerca de la cara o se meta reptando entre mis sábanas. Los rocío con un veneno que solo los deja a medio morir. Y no bien estoy a punto de sentir compasión y aplicarles la eutanasia por zapatazo, recuerdo las palabras del Intelectual de Los Arcos. Entonces sé que el bicho está salvado por esa memoria breve que cada tres segundos lo hace olvidar su agonía e intentar caminar nuevamente, como si todavía le quedara algo por hacer en esta vida. Será por eso que después de varios días los encuentro todavía boca arriba moviendo las patas, hasta que un reloj misterioso y preciso marca el fin que la naturaleza ya tenía previsto para ellos y que ni el más potente Raid Matabichos es capaz de adelantar.

Si el olvido, como dice Borges, nos fue concedido por un dios, la memoria nos fue dada por el diablo como un castigo o una broma perversa: el recuerdo es la maquinaria y la materia del dolor. Las memorias dolorosas se hacen sufrimiento, el dolor recordado duele exponencialmente. Los momentos felices se fermentan en nostalgia, e incluso lo que no se pudo vivir se transforma, por la magia siniestra del recuerdo, en ese género menor del sufrimiento que los católicos llamamos culpa.

Contra las enseñanzas del Buda y más acorde con las del seudo-entomólogo de Los Arcos, las manifestaciones inferiores de vida en lugar de compasión me despiertan envidia. Qué ganas de tener su memoria corta, de borrar, sin esforzarme, la semana pasada, el mes de agosto pasado, las compañías que se volvieron ausencias, las voces hechas anécdota mal contada, la infancia lóbrega y la adolescencia resplandeciente, los viajes que se congelaron en postales inertes; porque si tuviera la memoria que dicen que tienen los insectos no sacaría todas las noches a pulir este recuerdo que me pongo desde hace ocho años cada minuto del día, reluciente, intacto, inservible, como un fistol prendido de la carne viva que se aferra a agonizar.