April 12, 2011

Zócalo de Cuernavaca III

Una ofrenda de vida y muerte

Del zócalo de Cuernavaca salieron mis mejores amigos y los mejores años de nuestras vidas. Ahí bailábamos dos veces por semana con cacahuates en los tobillos -como les gustaba decir a los que se burlaban de nosotras- alrededor de flores y copal. Ahí organizamos una escuela donde los niños de la calle no nos dejaron enseñarles un carajo y nos sentaron con ellos a dibujar y hacer monitos de barro. Ahí editamos una revista y publicamos las viñetas, poemas, cuentos y fotos de los que nos sentábamos toda la tarde en las escaleras del Morelotes o las sillas de Los Arcos. De ahí salió la caravana que inauguró los murales que por todo el centro de la ciudad pintaron otras decenas de personas, convocados por teatreros y pintores que consiguieron los permisos y la pintura. Había viejitos que bailaban danzón los domingos y niños con triciclos y botes de hacer burbujas. De ahí mismo, del zócalo de Cuernavaca, salía la vida.

Después nos fuimos y después no supe. Un día el zócalo se volvió el lugar del arbolito navideño de Coca-Cola, de los "domingos culturales" organizados por el gobierno municipal que hacían propaganda para los políticos en turno con mujeres bailando cumbia en minifalda.

Quince años después ahí mismo se tienden flores para los muertos.

April 08, 2011

Zócalo de Cuernavaca II

Un nombre único

Ponerle un apodo a alguien es ejercer el derecho inalienable de todo mexicano de llamar a la gente, no como dicte el registro civil, sino como a uno le dé la gana. A diferencia de los nombres de pila, los apodos son metáforas de quienes los cargan. Qué nombres más impersonales son "Jorge" o "Francisco". Quién podría no recordar, en cambio, "Trébol", "Taco", "Tembo", "Totol". El que no tenía apodo era porque tenía de por sí un nombre o apellido tan poco común, que no necesitaba uno: Kristos, Yohanan, Camilo, Gabina, Galo, Gally. El Frijol hizo inscribir así su nombre en la credencial de elector, y jamás hubiera volteado si alguien lo llamaba "Guillermo".

Los apodos los ponían los amigos por joder, pero también por hacernos un signo recordable, como un retrato de una sola palabra. No los elegían -como ahora- los periodistas de nota roja en su afán de mandar nuestra cara a la fosa común de los nombres.

April 07, 2011

Zócalo de Cuernavaca I

Uno se fue porque quiso

En un mal día llegábamos a ser cuarenta. Si era viernes y había tocada, se duplicaba o triplicaba el número. Teníamos entre catorce y ventitantos años. Si bien no todos eran amigos de todos, cada uno conocía bien al resto, aunque fuera por oídas. Había un código estricto de no consumir drogas ni alcohol en la plaza, porque no estábamos dispuestos a cedérsela así como así a la policía. Por lo demás, nos gustaba el alcohol, nos gustaba la mariguana, nos gustaban las patinetas y el grunge y el metal, nos gustaba la música de protesta y los huipiles, nos gustaban los malabares y el reggae, nos gustaban la literatura y las revistas porno, nos gustaban los museos y el grafitti, nos gustaba la vida, nos gustaba mucho, mucho la vida. 

Nunca faltó alguno que, no por desprecio a la vida, sino por la desesperación de sacudirse un dolor que no lo dejaba sentirla, se quiso colgar de una viga. Lo lloramos, y en el fondo de nuestro corazón lo regañamos -Pinche Chucho, cómo fuiste a dejar que te encontrara así tu papá. Qué terrible mañana le diste y luego de eso, qué vida miserable lo dejaste viviendo. Eso no se hace, Chucho, dondequiera que estés, no se hace.