October 09, 2010

El lenguaje de los locos

Las palabras en el cerebro deben asentarse como el café de la percoladora: las más pesadas se quedan en el fondo. Lo sé por que cuando oigo a los que -según nuestro entender- se han vuelto locos, lo único que escucho son palabras de maldición. Fucking fuck. De amargura. Su puta madre. Rabia. Váyanse a chingar a otro lado. Goddamnitmotherfucker. Cuando los locos de la calle todavía pueden hablar, no lo hacen para agradecer el sol de la mañana, y las palabras para "buenos días" se les olvidaron cuando se les olvidó también cómo hacer la mueca arbitraria que llamamos sonrisa. -Qué pinches chingaderas- le dije un día a Alex -que además de perder tu casa, tu empleo y tus amigos, pierdas tu vocabulario, y que la única herramienta que te quede para describir el mundo sean mentadas de madre. 

Hace un tiempo entendí que olvidar palabras como "amarillo", "tibio", "dátil" o "gracias", se siente como un carbón encendido en el esófago. Sobre todo, tuve una revelación descorazonadora: no hay en este mundo ningún objeto ni ningún momento adecuado para usarlas. Con esa certeza furiosa me zambullí desde entonces en un monólogo silencioso que solo repite lo inefable: la misma lista de seis o quince frases cortas que les quedan a los que llamamos locos pero que, como sabemos en el fondo, son aquellos que precisamente perdieron la locura, y que viven condenados a tener siempre, despiadadamente, toda la razón.  

September 24, 2010

Últimas noticias viejas


Las cartas de los viejos amigos perdidos -algo así le estaba escribiendo a Enrique- son un género literario independiente: algo entre poesía, ficción y nota periodística caduca en un diario amarillento.
  
Me enrolé en el ejército. Dejé el tabaco. Me divorcié dos veces. Me volví empresario. Tengo un hijo. Volví al psiquiátrico. Manejo una grúa. Viví en Siberia. Nunca me casé.

(Yo siempre contesto con la misma frase, que nunca digo: "Todo sigue igual")

Son la lista de los recuerdos que nos faltaban y que no sabíamos que echábamos tanto de menos. Durante el tiempo que los guarda el olvido, los amigos abandonados se vuelven el personaje de una novela corta de lectura lenta, o de una película larga a cámara rápida. Su reencuentro es pura licencia poética, una consistencia ilógica, un acierto en un mal cálculo, una oración agramatical en el lenguaje secreto de Dios.

September 14, 2010

Sala de emergencias


Pareciera que son de otra especie, que nacieron así y así serán por siempre, los heridos y los enfermos. Es raro, pero aquí, en el epicentro del dolor, es donde se oyen menos quejas que en cualquier parte del mundo; y el sufrimiento, el mismo que fuera de este lugar pesaría como agua en los pulmones, se respira resignadamente por todos al compás tranquilo del sedante. Pareciera que para vivir sumergidos en este agobio espeso los enfermos tienen branquias.

Son de otra especie. Con las batas ladeadas y mal ceñidas, en uniforme de lástima y andrajos esterilizados, los enfermos llevan expuesta una mortalidad tan inaplazable que no los deja parecer humanos. Porque ser humano -como sabemos los que de eso nos jactamos- es ser inmortal.

Y al mismo tiempo, el estoicismo con el que soportan los enfermos su fragilidad, su finitud sin tregua, el golpe inoportuno que los derribó en desgracia, los acerca a la inmortalidad hasta casi confundirlos con lo divino. Son de otra especie, los enfermos, porque ser humano -ya lo decía la premisa mayor de aquel impecable silogismo- es ser mortal.

Entre todos la veo a ella, dormida, lívida, despeinada. Guarda más dolor del que le cabe en el cuerpo. Es pasajero. En un par de días estará otra vez cantando con ese vozarrón que tampoco sabemos cómo puede salir de alguien tan pequeño. El mal es temporal, es curable, pero en el dolor del día presente todos los enfermos son iguales, todos resisten un sufrimiento unánime que parece que nunca se va a terminar. El médico que la atendió, dicen, se preguntó por un segundo cómo fue a dar a la plancha quirúrgica, tan desventurado, un pajarito.

August 08, 2010

Atlas del destierro


A pesar de lo que sugiera su nombre, el norte no es una región geográfica. Tampoco es una orientación respecto a ningún lugar. Y por vaga que parezca su delimitación, el norte es en realidad un punto rojo, exacto y bien delineado, superpuesto en el mapa de este pueblo o de cualquiera, aclarando, por si hace falta: “usted no está aquí”.

El norte tiene la forma de esta casa abandonada, o de aquella otra en obra negra que dejaron de construir porque el señor, de quien nadie sabe hace varios meses, ya no pudo mandar más dinero. El norte es la viudez sin luto y la orfandad de facto, un sustituto de la muerte: -Mi papá está en el norte- A los cuatro años Alexis no cree necesario explicar por qué se fue su padre, sino por qué su mamá sigue en el pueblo: -Mi mamá se quedó porque tiene que hacernos de comer.

Como toda ausencia, el norte tiene dos caras: es el hueco que dejan los que se van y el que no saben llenar los que regresan. Adolfo volvió hace tres meses, después de vivir ventitrés años en Oregon. Una falta de tránsito lo volcó a un exilio del revés: –La verdad sí andaba un poco tomado- confiesa. Quiso la ironía de la vida que ahora se gane un salario manejando la combi que va del pueblo a la cabecera municipal. Tiene treinta años y ningún amigo en con quien tomarse una cerveza –Yo nací aquí, pero ya no conozco a nadie. 

Cuando hay suerte, el norte se parece a una llamada telefónica el domingo por la noche, o a una fila de rebozos azules afuera de Western Union los viernes por la tarde. El resto de la semana el norte es un caserío silencioso. En una banca de cemento hay una pinta equivocada: “Wet back power”. Por marejadas el norte se lleva hombres y mujeres de todos sitios y los devuelve a ningún lado. Porque al norte nunca se llega y del norte nunca se sale: el norte es un punto fuera de todo lugar.

July 05, 2010

La memoria de los insectos

Soy, tácitos amigos, el que sabe
que no hay otra venganza que el olvido.
Ni otro perdón. Un dios ha concedido
al odio humano esta curiosa llave
.

JL Borges

-Los insectos y los peces sólo tienen una memoria de tres segundos –me dijo uno de los Intelectuales de Los Arcos. Este último término designaba, en aquellos años, no a la clase provinciana hiper-culta que ellos creían que eran, sino a un conjunto impreciso bajo cuya extensión caían, y muchas veces contra su voluntad, todos los hombres treintañeros que se sentaran en las mesas del único café que había en la plaza principal, con miras a ligarse alguna gringa impresionable que les pagara una ronda de cervezas.

-Así que si algún día te compadeces del sufrimiento de una araña o un pez encerrado en una pecera, no lo hagas: esos animales no saben recordar.

El valor de ese dato enciclopédico –que muy probablemente es falso-, no fue lo que me hizo grabarme esas palabras, sino la revelación de algo que hasta entonces yo nunca había asociado: lo que no se recuerda no duele.

Me avergüenza decirlo, Rafa, pero en verano y en este cerro, matar insectos se ha convertido en mi deporte vespertino, por miedo a que de noche alguno me revolotee cerca de la cara o se meta reptando entre mis sábanas. Los rocío con un veneno que solo los deja a medio morir. Y no bien estoy a punto de sentir compasión y aplicarles la eutanasia por zapatazo, recuerdo las palabras del Intelectual de Los Arcos. Entonces sé que el bicho está salvado por esa memoria breve que cada tres segundos lo hace olvidar su agonía e intentar caminar nuevamente, como si todavía le quedara algo por hacer en esta vida. Será por eso que después de varios días los encuentro todavía boca arriba moviendo las patas, hasta que un reloj misterioso y preciso marca el fin que la naturaleza ya tenía previsto para ellos y que ni el más potente Raid Matabichos es capaz de adelantar.

Si el olvido, como dice Borges, nos fue concedido por un dios, la memoria nos fue dada por el diablo como un castigo o una broma perversa: el recuerdo es la maquinaria y la materia del dolor. Las memorias dolorosas se hacen sufrimiento, el dolor recordado duele exponencialmente. Los momentos felices se fermentan en nostalgia, e incluso lo que no se pudo vivir se transforma, por la magia siniestra del recuerdo, en ese género menor del sufrimiento que los católicos llamamos culpa.

Contra las enseñanzas del Buda y más acorde con las del seudo-entomólogo de Los Arcos, las manifestaciones inferiores de vida en lugar de compasión me despiertan envidia. Qué ganas de tener su memoria corta, de borrar, sin esforzarme, la semana pasada, el mes de agosto pasado, las compañías que se volvieron ausencias, las voces hechas anécdota mal contada, la infancia lóbrega y la adolescencia resplandeciente, los viajes que se congelaron en postales inertes; porque si tuviera la memoria que dicen que tienen los insectos no sacaría todas las noches a pulir este recuerdo que me pongo desde hace ocho años cada minuto del día, reluciente, intacto, inservible, como un fistol prendido de la carne viva que se aferra a agonizar.

May 24, 2010

El valor de no estar ahí y licencia para inventar

I wouldn't trust no words written down on no piece of paper.
J. Jarmusch. Dead Man.

Dicen que son las redes sociales. O que es Internet (así, con inicial mayúscula, que es nombre propio). O será la vacuidad de nuestros tiempos modernos, el desolamiento del fin del mundo. Se esfumaron todos nuestros afectos, se nos quitó lo humano, nos volvimos esclavos de la pantalla y ahora todos estamos solos, aunque permanentemente conectados.

Por la red sí muy valientes, ladramos tras la reja como blasfemaría un perro en gchat. Pero en presencia del ofendido cambiamos de tema, nos tiemblan las manos, hablamos del clima o del precio del tomate. Los gringos, que además de invadir países saben inventar buenos términos, le llaman al fenómeno "internet balls": escondidos tras la pantalla somos capaces de decir lo que nunca diríamos en persona.

Es el alcohol de nuestros días. Antes, para darme valor me hacía de unas varias caguamas, un paquete de cigarros y la aprobación de algún amigo para confesar lo inconfesable. Ahora sólo falta que me pongan enfrente una pantalla y un teclado y le puedo decir al mundo lo que nunca le diría a mi psicoanalista. No de mi puño y letra, sino de mis dedos y pixeles han salido las palabras más hirientes, pero también los afectos más sinceros. A muchos de mis amigos los he conocido más por lo que escriben cuando no estoy que por lo que me dicen cuando los veo.

Este valor de hablar en ausencia del otro no viene de los últimos años. Es producto de la tecnología más revolucionaria sobre la Tierra, el invento más humano del humano. Si no lo hubieran inventado los sumerios, se le hubiera ocurrido a alguien más.

La única novedad que aportó Internet fue transmitir la escritura en tiempo real. Y a las redes sociales (pero no sólo a ellas) lo que les debemos es haber hecho popular la costumbre de comunicarlo todo por escrito, seguros de que hay algún interlocutor al que desde luego no le interesa un carajo saber que hoy desayuné huevos rancheros, pero que está dispuesto a zamparse la noticia con tal de dejar registro de la migraña terrible que le aqueja o de lo bien que se la pasó en Guanajuato.

A pesar de que el lenguaje escrito haya podido alcanzar casi la simultaneidad del habla, la escritura, por definición, conlleva una ausencia: escribir es hablar sin estar. Y por eso la escritura es la madre de la prevaricación.

El que habla firma lo que dice, con su timbre de voz, con el acento que lo delata, y con su estar ahí. El que escribe, en cambio, puede ser tan sincero como simulado porque al fin y al cabo está hablando a escondidas.

La escritura nos libra de la honestidad que reclama la presencia, por eso al que escribe todo le está permitido: las verdades más nimias: "Se me antojó un gansito congelado", las más terribles: "Van 23 personas asesinadas en el municipio autónomo de Copala", las frases crípticas: "Tabula rasa", "LateX y yo nada que ver", los deseos incumplibles: "Si Cerati se recupera, quiero que haga un dueto con Delfín Quishpé", las encomendaciones a rezos colectivos: "Mañana operan a mi abuelita", las quejas: "Se metieron a robar a mi casa, jijosdesupinchimadre", los llamados de auxilio: "Clinton va a estar en mi ceremonia de graduación", las mentiras flagrantes: "Te marco este fin de semana, besos xoxox" y las verdades inauditas: "Larisa y Lisa ahora están casadas".

Sólo por la escritura fueron posibles las grandes ficciones, las de vocación de cuento y no de mito. La escritura es la que da el coraje para mentir con la cara dura o decir la verdad sin que las piernas se hagan blandas, y Voltaire nunca necesitó Internet 2.0 para burlarse de Lebniz siempre y cuando Leibniz no estuviera enfrente.

Lo que Larisa le atribuye a la virtualidad ("...en la vida virtual somos muy cercanos, hablamos de cosas importantes e intimas... y afuera, cuando nos encontramos, nos miramos distantes, timidos, lejanos.") no es más que el mismo viejo truco mesopotámico de hace seis milenios, democratizado, popularizado y en manos de nosotros, la orgullosa chusma.

Yo por eso lo que veo escrito lo creo todo, o como el fogonero de Hombre Muerto, no lo creo nada.

April 07, 2010

El peor enemigo del hombre y mejor amigo del perro

Nunca me gustaron los niños. Ni siquiera cuando fui uno de ellos. O quizás porque nunca quise ser como ellos, me perdí de esa infancia que algunos llaman tesoro.

El mundo de los niños siempre me pareció hostil, pero sobre todo inexistente. Ser niño es ser un visitante mal recibido en un mundo ajeno que nos queda grande. Si hubiera llevado el registro de las oraciones que más usé durante mi infancia, la más frecuente debió ser "No alcanzo". No podía mirar por la ventana, no podía tomar un plato de la alacena, no me llegaban los pies al suelo, no podía ver, oír ni tocar, porque el mundo físico me estaba vedado: todo estaba un metro más arriba o mas abajo de donde llegaban mis extremidades. Irónicamente, la frase que más escuché durante esos años fue "Lo vas a romper".

Los otros niños, esos alienados sin conciencia de clase, no son colegas sino verdugos. Sacan la frustración de su rechazo social contra quien pueden, y sólo pueden contra otros niños. Esta crueldad es siempre menospreciada por los adultos, que no creen que un niño le pueda hacer a otro tanto mal. De ahí que el cuidado de muchos niños sea confiado muchas veces a sus hermanos, que es la peor de las mercedes. Los niños son objeto del abuso de sus iguales y la indiferencia de sus protectores.

En mis tiempos los niños estaban en la misma categoría ontológica que el perro, y el perro en ese entonces no era la esponjosa criatura quimérica envuelta en talco y perfume que es ahora, sino el objeto más próximo a ser pateado, vituperado y corrido del comedor a gritos. También existía la creencia skinneriana según la cual los niños y los perros son las dos únicas especies de animales que sólo aprenden a golpes (nadie ha visto, por ejemplo, a una ballena educar a punta de aletazos a sus ballenatos). El reconocimiento de los derechos civiles de los niños -de cuya existencia ni los niños ni los perros han tenido jamás noticia- a mediados de los ochentas acaso estaría viendo sus albores en algún país nórdico ultradesarrollado, pero no en el mío. 

Las cosas han cambiado. Al menos en mi país, los niños ya no son considerados seres inferiores indefensos, incapaces e inútiles. Ahora se les reconoce como lo que son: sujetos de alta peligrosidad y con potencialidad ilimitada para echar a perder la vida de los adultos. El gobierno federal ha emprendido la batalla contra esa especie alienígena que vive en nuestro mundo sin permiso. Se envían comandos armados para masacrarlos durante sus festejos dionisiacos, o para abrir fuego contra ellos  en plena carretera cuando regresan de recibir sus mal llamadas "becas" que, como sabemos, es dinero de los contribuyentes que los niños cobran por holgazanear. Una horda de nobles curas católicos se esmera en exorcizar a la especie haciéndoles entrar el catecismo por la fuerza. En esta labor los religiosos son avalados por el Papa y secundados por empresarios y políticos, que han diseñado proyectos para incorporar a esos parásitos sociales a la actividad más productiva del entretenimiento doméstico y han creado un vasto programa de microchangarros de distribución de sustancias recreativas. También se suspendieron los subsidios para esos centros de sedición social llamados "escuelas". El Estado alienta el exterminio de este grupo improductivo garantizando la protección, impunidad y, de ser posible, la condecoración de quienes logren asfixiar, quemar, intoxicar, o de alguna otra manera coadyuve a eliminar el excedente de la población infantil- más aún si se trata de menores discapacitados, costosos para el estado y para sus familias, y que no reditúan ningún beneficio ni a corto ni a largo plazo.

Como si la infancia no fuera ya por sí misma suficientemente agobiante, en mi país para quitarle un dulce a un niño se utiliza toda la fuerza del Estado. Quisiera pensar que, más que una campaña de terror, se trata de que, como dije, los niños se desquitan con quien pueden, y nuestro paticorto gobierno federal solamente puede desquitar la frustración de su debilidad política contra la gente de su mismo tamaño.


 (Brillante, Hernández!  www.monerohernandez.com)

March 30, 2010

Adiós de cada día

Vivir, desde el principio, es separarse.
Pedro Salinas


-¿Y es la primera vez que viene a Nueva York? -le preguntó alguno de nosotros, el más ingenuo.
-A mi edad ya no cuento primeras veces, sino últimas- dijo Arnim.
-A la edad que sea- pensé yo. Todas las veces son la última vez de algo.

Debe ser porque estuve viendo fotos viejas (gracias, Silvia). Todos los de la foto ya no están. Unos se fueron cerca y otros se quedaron lejos. Algunos se volvieron -nos volvimos- otras personas. Y algunos más seguramente "viven para siempre en nuestros corazones", eufemismo para decir que no nos volveremos a ver nunca, ni aunque la muerte nos deje de separar.

O será que uno de estos días -no sé con exactitud porque esas fechas se me olvidan irremediablemente- es el aniversario del día en que María Luisa, desde el fondo de un barranco, también emprendió la mudanza permanente hacia nuestros respectivos órganos cardiacos. Cuando estaba viva sí llegué a creer que no la vería nunca más, pero hace cinco años su muerte me arrebató esa certeza. Es lo malo de la esperanza en la reencarnación y de la negación ante los finales. Uno deja de saber lo que sabía: que no hace falta morir para largarse, que uno se va de la vida de los demás cualquier día, todos los días. La mayoría de las despedidas irrevocables suceden mucho antes de que nos demos cuenta, y sin muchos aspavientos.  -¿Y Fulano? -No, ps no sé qué se hizo. Creo que vive en Chicago / Tuvo una hija / Salió del closet /  Nomeacuerdoquiénesesegüey.

Por cualquiera de esas razones recordé hoy que la muerte -así me dijo mi papá dijo un día que llegamos a la casa y no salió nuestro cocker greñudo a recibirnos a la puerta- es esto: ir un día a visitar a tu amigo y ya no volverlo a encontrar.

March 20, 2010

Cómo no se inicia una conversación

Cualquiera que haya pasado por eso sabe que un tesista tiene tantas ganas de hablar de su tesis como un viudo de su esposa muerta: muchas o ninguna.

Por eso, cuando alguien me pregunta "¿Cómo va la tesis?" le respondo: "¿Es auténtica la pregunta? Porque si lo es, y ya que estás tan interesado en el tema, y puesto que seguramente eres experto/a, espero que tengas tiempo para resolverme algunas dudas sobre el significado de los numerales y la sintaxis de los clasificadores y de paso decirme qué piensas sobre  la contribución semántica de la marca de plural en los sustantivos de masa, o si tiene la misma función que tiene en los sustantivos contables, porque de ser así, ¿cómo es que se combinan con algo que es inherentemente plural? a menos, por supuesto, que tengas en mente alguna prueba para demostrar que las masas no tienen estructura de plural, lo cual entonces no explica cómo es que aparecen con predicados colectivos, o de plano tengas alguna propuesta alternativa a la teoría de retículas, en cuyo caso me interesa que me la expliques cuanto antes... Ahora,  si la pregunta es sólo retórica, y es el equivalente académico del vulgar "¿cómo estás?", entonces déjame decirte que tus habilidades sociales semejan la gracia de un elefante dando pisotones sobre una capa finísima de hielo, por citar una acertada imagen de Esaú, o dicho en términos más familiares, tienes la elegancia conversacional de un chivo en cristalería, lo que ocurra primero, y por lo tanto la siguiente pregunta lógica en esta conversación es si ya tienes un plan de ejercicio para la primavera porque cinco kilitos de más sí se notan en la pretina doblada de los pantalones y de paso te aconsejo que dejes de comer cacahuates garapiñados porque la cara se te está poniendo del mismo color, textura y forma".

Y como el español es una lengua muy económica, esa diatriba en la superficie suena como un simple "Muy bien, gracias. ¿Y tú cómo has estado?".

March 13, 2010

La eternidad comenzó la semana pasada

La eternidad por fin comienza un lunes
y el día siguiente apenas tiene nombre
y el otro es el oscuro, el abolido.

Eliseo Diego


Hoy es domingo y por lo tanto Dios está descansando. El domingo es el día que Dios nos deja -como todo padre moderno y desentendido- encargados con la televisión, o con nuestros hermanos mayores, que no nos saben cuidar; o sin más a merced del aburrimiento, tentados por el suicidio, las ganas de largarnos de la casa, y resignados con una piedra en el estómago a esperar pacientemente el sol del lunes que ya no va a llegar. El domingo nos quedamos abandonados a nuestra humana suerte, porque Dios está dormido, y con él cuanta divinidad habite el cielo. Por eso los domingos hay futbol y hay misa.

Hoy no hay quien cuide el mundo. El cielo es una cama sin tender, de sábanas grises y edredón mullido y sucio. Nadie hace ruido. En el café de la esquina, el único abierto, nos refugiamos unos cuantos de sus huérfanos, hablando quedito o sin hablar. El domingo nada se mueve, no trabajan ni la luz ni el viento, ni los segunderos de los relojes.

Hoy, estrictamente, no es domingo. Según el calendario, es sábado, el treceavo día del tercer mes de un año que ya no importa, porque desde que Dios se jubiló -viejo, exhausto y malhumorado- todos los días son el resabio de un domingo que ya nunca se acaba.

February 13, 2010

Viva el subjuntivo, si viviera

Cuando pensamos en el futuro del mundo, nos referimos al destino que alcanzaría si continúa moviéndose en la dirección en que lo vemos moverse ahora; no se nos ocurre que esta trayectoria no es una línea recta, sino curva, y que cambia constantemente de dirección.
L. Wittgenstein, Vermischte Bemerkungen.

Hablar del futuro es como hablar de sí mismo en tercera persona, pero en una tercera persona completamente desconocida y además probablemente inexistente.

Dicen que el "hubiera" es el tiempo gramatical de los idiotas. Yo digo que idiota es el que piensa que "hubiera" es un tiempo. El "hubiera" no es un tiempo, sino un tiempo-aspecto-modo al que le llaman  domingueramente pluscuamperfecto de subjuntivo. Pedanterías gramaticales aparte, el "hubiera" es una palabra preciosa: es un cálculo en el mapa de los mundos posibles, es buscar un lugar donde no estamos, pero donde pudimos algún día llegar. Calcular los hubieras es consultar un plano que dice con un punto rojo: "Usted está aquí, irremediablemente aquí" y espetarle: "Sí, pero podría estar en otro lado", porque estos otros mundos donde no estoy también existen en la cartografía de lo lógicamente imaginable.

El futuro, en cambio ("Me van a dar un trabajo en la Universidad de Cochabamba", "Voy a casarme en Mayo del 2013", "Voy a recorrer en un velero todas las islas del Pacífico", "Me van a dar una beca para aprender samba en Salvador de Bahia", "Voy a poner un puesto de fruta picada en el kiosco de León Guanajuato"...), y más el que involucra las voluntades de terceros actuando favorablemente sobre uno: ése es el verdadero tiempo de los idiotas.

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Quien usa el futuro para hablar de sí mismo finge que sabe de qué está hablando, pero no está diciendo nada. Luego añade, como descargo de responsabilidad: "Bueno, no es seguro, pero casi". "Casi", dice el insensato, como para no hacer enojar a los dioses, porque sabe que está siendo imprudente.

Hablar en futuro es tan poco informativo como consultar el clima de La Paz, Baja California para saber qué ropa se pone uno en Chicago ese mismo día. La gente que habla de sí misma en futuro lo hace porque no tiene nada interesante que decir sobre su presente.

Ya lo decía también el filósofo: "Que el sol saldrá mañana es una hipótesis. Y eso quiere decir que no sabemos si saldrá". (TLP 6.36311, para los exégetas).

El subjuntivo calcula, el futuro adivina. Por eso se lee en las puertas de los changarros de los psíquicos y charlatanes "Se adivina el futuro" pero nunca "Se adivina el pluscuamperfecto de subjuntivo".

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Estoy obsesionada con el futuro. Debe ser porque hace tiempo que admití mi completa derrota e ignorancia al respecto. Porque siempre que hice planes esos planes se hicieron realidad en otro lado, en otra gente, en otro tiempo. Porque el presente mismo es un lugar que nunca imaginé ni en mis más benévolos sueños ni más angustiosas pesadillas. Este presente, que es el futuro de entonces, llegó insospechado a la vuelta de una curva de donde no se le veía venir.

No sé dónde estaré en seis meses, en un año, ni qué voy a desayunar mañana. Consulto oráculos, horóscopos, y nunca entiendo lo que dicen, pero siempre creo que saben más ellos que yo, porque tampoco dicen nada claro. Así es el futuro: borroso. Impredecible, pero no irracional. Yo calculo mi futuro en subjuntivo ("si me levantara temprano mañana, iría a correr"). Pero sólo hablo en futuro cuando tengo toda la certeza de estar mintiendo.

February 03, 2010

I (?) NY

Ya me acordé cómo es: se trata de sobrevivir. Se puede, sin duda. Para sobrevivir se necesita: una maleta mediana, varias mudas de ropa, una cuenta en el banco, un abrigo que rompa el viento, unas botas que no resbalen en la nieve cenagosa o su inmundo detrito congelado, los lentes (no se me vayan a olvidar los lentes), una secadora de pelo, un juego de sábanas y mi champú. También se puede prescindir de todo y atenerse sólo a la cuenta de banco, que en un mundo como aquél es lo único indispensable. El que no la tenga que ni lo intente.

Una vez con eso, se asegura uno un cuarto donde dormir (gracias, Txuss) y la oficina donde trabajar, que, si es por sobrevivir, puede ser cualquier lugar: un estarbucks sin turistas, un cafecillo de barrio, una biblioteca pública maloliente o incluso la lujosa sala de lectura de la Biblioteca Pública Con Mayúsculas. Si está uno con suerte, puede ser que hasta goce de luz natural a través de alguna ventana mugrienta desde donde se aprecie en todo su gris esplendor el paisaje deshojado y sórdido de invierno.

Ya instalado en ese naufragio temporal (de ahi la importancia de la maleta), se trata de hacer lo propio: respirar profundo, abrir grandes los ojos, apretar el corazón -bien bien cerrado para que no entre el frío, la indiferencia y todas esas cosas que lo maltratan cuando está a la intemperie- y sonreír. Lo último no sé por qué ni para qué, pero al lugar donde fueres haz lo que vieres, y aquí se les va la vida en sonreír sin necesidad de que medie gracia alguna. Así blindado, estoico, contar hacia atrás, desear largarse mucho antes de haber llegado, morder el segundero de reloj cuando la ausencia azote, guardarse el odio, los maldita sea, y sobrevivir, que es lo único que queda por hacer en una ciudad ajena.

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Voy a demostrar la productividad del lenguaje escribiendo una oración que nunca he dicho y nunca he oido antes: Odio Nueva York.

February 02, 2010

Yo nunca tuve miedo

O tal vez sí, cuando para ir al baño tenía que cruzar de noche el pasillo tenebroso de la casa de mi abuela, tratando de ignorar los fantasmas -que nunca llegué a ver, aunque después les jurara lo contrario a mis amigas en la primaria- que se agazapaban en el patio de la casona del siglo XVI desde que era un convento con no sé cuántas historias de secretos, crímenes y penitencias.

Pero pensándolo bien, nunca tuve miedo. Bueno, quizás un poco el día que nos perdimos -te acordarás- en la selva en Veracruz. Cuando ya no veíamos el camino de ida ni de regreso nos rodearon los zopilotes y apareció recargado en un cafeto un machete sin dueño. Pensé que no íbamos a despertar al día siguiente. Pero incluso entonces era más resignación lo que sentía, porque no es verdad que tuviera miedo.

Ni siquiera el día que corrimos a escondernos al cementerio cuando escuchamos los primeros disparos de los carabineros -y entre la confusión y el tumulto perdimos a nuestros amigos y yo no sabía si era peor caer herido o caer extranjero. No tuve miedo porque nada como una herida o la cárcel me había pasado, ni me pasaría, ni me pasó jamás.

Aunque lo pareciera, tampoco era miedo lo que me echó a llorar hecha bolita en la cama de un hotel mugroso en Xalapa, la vez que me dí cuenta de que los problemas que tenía ya no me los podía solucionar mi mamá como cuando tenía seis años. Era sólo la tristeza de aprender que estamos irremediablemente solos aunque estemos acompañados. Alguna certeza pasajera o pan con miel debieron bastar para compensar esa condición humana inapelable.

Todavía a mis años se me desmorona el suelo debajo de los pies cuando oigo las palabras "nunca" y "siempre". Si alguien me las dice, se me hiela la sangre y palidezco. El corazón me late más fuerte o me deja de latir. Me sudan las manos, volteo hacia otro lado, cambio de conversación. Pero aún así estoy segura de que no les tengo miedo ni al amor ni a la muerte.

El sábado, en cambio, la casa de mis padres atardeció rodeada de militares. Andaban buscando a alguien o cuidando que no lo encontraran, ve a saber. -Dicen que andan cateando casas -nos advirtió alguien que se fue a tiempo. Oímos dos disparos y después silencio. No me quise imaginar nada. Después de unas horas se fueron. Causaba desconcierto verlos, encapuchados, armados y por montones, en la calle que hace quince años era el empedrado tranquilo donde salíamos a jugar cascaritas de badminton con Cisco y Emilia. Como yo nunca antes había tenido miedo, no supe si esa sensación -el corazón en caída libre hacia el estómago, el estómago como un cenote sin fondo, la duda, la espera de lo peor (que no lleguen mis padres en mala hora, que no se desboquen estos animales en fuego cuando salgan mis hermanos, que si entran no encuentren aquí a ninguno de los que yo quiero) y la total, absoluta confianza en la compañía de mi perro- como, en fin, nada de eso lo había sentido, ya no supe si esto es a lo que debería empezar a llamar miedo. Y si vino para quedarse tengo miedo de saber por cuánto tiempo se va a quedar.

January 15, 2010

Cruzar el agua

 
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Nos sentamos en la banca desde donde se ve el lago y sus siete islas, que ya no son siete, sino cinco. O digamos mejor que tres, porque una ya es península y de la otra se me olvida el nombre. Janitzio, Pacanda, Yunuén.

-El otro día nos pusimos a contar Lisa y yo en cuántas islas hemos estado. Y son poquitas.
-¿A ver?
-Manhattan, Long Island, Cozumel, Isla Mujeres, Xolboch y Janitzio. Bueno, ella además ha estado en Inglaterra.
-Es cierto, son poquitas.
-A ver, ¿tú?
-Montreal es una isla. Cuba, todo Nueva York menos el Bronx. Y una vez me bajé al baño en una chinampa en Xochimilco. Cuenta. Y el DF: el templo mayor estaba en una isla.
-Pero ya no.
-Pero sigue siendo.

No. La verdad es que las islas siempre fueron pocas y además se están extinguiendo. Jarácuaro antes era una isla y ahora se llega en combi.

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Una vez le oi a un economista responder ante algún sinsentido anticastrista: "Cuba sufre más por isla que por comunista". Todavía no he encontrado a alguien que lo desmienta.

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-Dicen que Nueva York está en medio del agua, ¿no? Como la Pacanda.
-Como la Pacanda, sí, haga de cuenta, doña Camerina. Sólo que un poquito más grande.

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Nos quedamos contemplando el lago y la falda de luces de Janitzio desde el bosque a oscuras. Extrañando las islas, ahora que sabemos que hemos estado en tan pocas. No es que no las haya: es que son islas. Son, por definición, casi inaccesibles.

Nuestro cerro mismo, el más alto, o la banca donde estábamos, nos empezaron a parecer islas. A las palabras les hicimos alrededor un silencio. El Purhépecha es una isla, me acordé. Pronto lo van a invadir las algas, el pavimento, el progreso; lo van a volver península, español, inglés, lengua cualquiera de tierra firme. Porque nadie quiere cruzar el agua para entenderlo.

Luego me habló de un artista loco que se hizo una isla en su cocina y se fue a vivir ahí dos meses (Larisa siempre saca una historia inverosímil de un artista loco, que al principio nunca le creo y al final resulta ser verdadera).

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En eso estábamos mientras se cimbraba y desaparecía entre escombros y dolor una isla en las Antillas.

January 07, 2010

Nativo de Extranjería y Razones para no Volar.

Enclavada en un campo enorme rodeado de ciudad está la orilla entre la tierra y el cielo: estoy en un aeropuerto. Y ya sabemos todo lo que son –o todo lo que no son- los aeropuertos. En un aeropuerto no hay nada, ni nadie, a pesar de que estén abarrotados de gente. Por que ninguno es realmente alguien en este lugar. Ser es quedarse, y en el aeropuerto nadie se queda.

Las horas corren más lentas que en una película sueca y en ese tiempo es inevitable conocer a alguien, platicar un poco: a dónde vas; no me digas que eres de Mérida; qué barbaridad, qué mal servicio; hola nene cómo se llama tu oso. Cuando el nuevo desconocido se va, lo extrañamos como si lo conociéramos de toda la vida: tan definitiva es la partida. Pero tan justa es la eternidad en el aeropuerto, que a los dos segundos nos olvidamos del incidente como si nunca hubiera sucedido.

Si la nacionalidad es parte de la idiosincrasia, en el aeropuerto hay muchos pasaportes, pero no se puede decir que haya nacionalidades. Es el lugar por antonomasia de la extranjería, que quiere decir no ser o, al menos, no ser de donde son los demás. Y como nadie se puede proclamar nativo del aeropuerto, el aeropuerto es tierra natal de todo extranjero.

En este aeropuerto (pero probablemente en cualquiera, porque los aeropuertos, como sus fugaces habitantes, son todos iguales) hay un bar de jazz que se llama Brooklyn. Y nada es menos parecido a Brooklyn. Nadie voltea desde el bar con la mirada salivosa, ni habla en voz alta, ni profiere las palabras de humor, de amabilidad o de rabia que uno oye en las esquinas de barrio.

Lo que más hay son documentos con nombres propios que se vocean, que se leen, que se verifican. Nombres propios que no son propiedad de nadie, porque fuera del papel nadie tiene nombre en este lugar. Y sin nombre no hay historia, por eso en el aeropuerto nadie tiene vida que contar o que contarse.

En ningún lugar importan menos las razones de la partida. Da lo mismo el que va en un viaje corto que el que se va para siempre. Da igual el que va a un velorio o a una boda, el que va a trabajar o se va porque no tiene trabajo, el que regresa por amor o el que deserta por desamor. Al que despidieron entre abrazos o el que se fue porque no tenía nadie quien lo despidiera. Si se va porque no soporta el clima o se va a pesar del clima; si se va con nostalgia o vuelve esperanzado. En el aeropuerto todos los viajes son iguales, el aeropuerto es la neutralización de los motivos.

En el aeropuerto todos hablamos la misma lengua, que no es la lengua nativa de nadie. Nadie tiene acento porque el acento es la canción hablada de nuestra identidad y en el aeropuerto nadie es identificable. (Cuando me decías que no te hacía reír me daban ganas de decirte que estar contigo era como estar en un aeropuerto. Y cómo te voy a hacer reír siendo extranjera; qué licencia de ironía puede uno tener en lengua franca).

El aeropuerto es el espacio entre la salida y estar afuera. Es el último conducto de un lugar que nos expulsa. Pero ningún umbral es infinito. La gracia del aeropuerto es que nunca es uno, sino dos. Al final del limbo hay un lugar en el que, si tenemos suerte, nos encuentran los ojos de alguien que nos escoge de entre la multitud de recién llegados porque sabe nuestra cara o nuestro nombre y entonces las palabras que se leen en ese cartel que sujeta en la mano designan otra vez a alguno que se siente bienvenido, o la cara nuestra vuelve a ser el rostro querido de alguien que nos espera.

Aunque también puede ser que lo único que nos encuentre al cruzar la puerta de salida sea sólo otro aeropuerto.

January 03, 2010

Festejos gregorianos

Tiene razón Bandala: en el paso del treinta y uno de diciembre al primero de enero pasa lo mismo que cuando se acaba el treinta de abril y empieza el primero de mayo: estrictamente nada o, bien, un segundo en el que seguimos siendo los mismos. Sólo que a mi familia no se le ocurre que la medianoche del ventisiete de junio, por ejemplo, es el momento indicado para engullir entre todos semejante pierna de marrano, comprar la fruta más cara de la temporada, tragársela de una en una al son del segundero pidiendo deseos (como si no se nos fuera ya de por sí la vida en eso: desear) y abrazarnos lacrimosamente, porque en mi casa nos expresamos afecto tan rara vez, que cuando nos abrazamos terminamos todos en una chilladera incontenible. Ningún otro día del año le damos a los niños la orden contraria de los otros trescientos sesenta y cuatro días: "No te duermas. Tienes que pedir deseos".

-No te las comas ahorita, espérate hasta las doce- le dije a mi sobrino, que ya estaba llevándose las uvas a la boca a las nueve y media.
-¿Y porqué hasta las doce?- preguntó.
-Para que pidas doce deseos cuando empiece el año.
-Yo no sé pedir deseos- me dijo él.
-No te hagas- pensé yo -si es lo que haces todo el tiempo- Pero no se lo dije.
-¿Los tengo que escribir?- me preguntó preocupado, él que apenas empieza a dominar el mi-mamá-me-mima y susi-ama-a-su-oso.
-No, sólo los tienes que pensar. A ver, ¿qué te gustaría que pasara el año que viene?
-Que haya más fiestas como ésta- contestó a la primera y bien sincero.

A las once y media, después de todos sus esfuerzos por mantenerse despierto, no pudo más que caer de codos en la mesa, dormido con las uvas intactas a un lado. Me recordó que aunque de chica el año nuevo siempre me agarraba dormida, hace unos años que las doce de la noche me encuentran inevitablemente despierta, pensando y deseando, porque todos los días son nuevos, y lo nuevo viene con planes y esperanzas, muy a nuestro pesar. Y si uno realmente quiere, cualquier día del año podría uno abrazar y decirle al otro cuánto nos importa y le deseamos bien. Y si se le cumplen los deseos a mi sobrino, quién quita que cualquier diescisiete de noviembre a medio día o doce de abril a las cuatro de la tarde hagamos una fiesta como ésa, con todo y cuenta regresiva (..tres, dos, uno) hasta un momento cualquiera del tiempo que, igual que el primero de enero, no sea de nada ni principio ni final.