May 24, 2010

El valor de no estar ahí y licencia para inventar

I wouldn't trust no words written down on no piece of paper.
J. Jarmusch. Dead Man.

Dicen que son las redes sociales. O que es Internet (así, con inicial mayúscula, que es nombre propio). O será la vacuidad de nuestros tiempos modernos, el desolamiento del fin del mundo. Se esfumaron todos nuestros afectos, se nos quitó lo humano, nos volvimos esclavos de la pantalla y ahora todos estamos solos, aunque permanentemente conectados.

Por la red sí muy valientes, ladramos tras la reja como blasfemaría un perro en gchat. Pero en presencia del ofendido cambiamos de tema, nos tiemblan las manos, hablamos del clima o del precio del tomate. Los gringos, que además de invadir países saben inventar buenos términos, le llaman al fenómeno "internet balls": escondidos tras la pantalla somos capaces de decir lo que nunca diríamos en persona.

Es el alcohol de nuestros días. Antes, para darme valor me hacía de unas varias caguamas, un paquete de cigarros y la aprobación de algún amigo para confesar lo inconfesable. Ahora sólo falta que me pongan enfrente una pantalla y un teclado y le puedo decir al mundo lo que nunca le diría a mi psicoanalista. No de mi puño y letra, sino de mis dedos y pixeles han salido las palabras más hirientes, pero también los afectos más sinceros. A muchos de mis amigos los he conocido más por lo que escriben cuando no estoy que por lo que me dicen cuando los veo.

Este valor de hablar en ausencia del otro no viene de los últimos años. Es producto de la tecnología más revolucionaria sobre la Tierra, el invento más humano del humano. Si no lo hubieran inventado los sumerios, se le hubiera ocurrido a alguien más.

La única novedad que aportó Internet fue transmitir la escritura en tiempo real. Y a las redes sociales (pero no sólo a ellas) lo que les debemos es haber hecho popular la costumbre de comunicarlo todo por escrito, seguros de que hay algún interlocutor al que desde luego no le interesa un carajo saber que hoy desayuné huevos rancheros, pero que está dispuesto a zamparse la noticia con tal de dejar registro de la migraña terrible que le aqueja o de lo bien que se la pasó en Guanajuato.

A pesar de que el lenguaje escrito haya podido alcanzar casi la simultaneidad del habla, la escritura, por definición, conlleva una ausencia: escribir es hablar sin estar. Y por eso la escritura es la madre de la prevaricación.

El que habla firma lo que dice, con su timbre de voz, con el acento que lo delata, y con su estar ahí. El que escribe, en cambio, puede ser tan sincero como simulado porque al fin y al cabo está hablando a escondidas.

La escritura nos libra de la honestidad que reclama la presencia, por eso al que escribe todo le está permitido: las verdades más nimias: "Se me antojó un gansito congelado", las más terribles: "Van 23 personas asesinadas en el municipio autónomo de Copala", las frases crípticas: "Tabula rasa", "LateX y yo nada que ver", los deseos incumplibles: "Si Cerati se recupera, quiero que haga un dueto con Delfín Quishpé", las encomendaciones a rezos colectivos: "Mañana operan a mi abuelita", las quejas: "Se metieron a robar a mi casa, jijosdesupinchimadre", los llamados de auxilio: "Clinton va a estar en mi ceremonia de graduación", las mentiras flagrantes: "Te marco este fin de semana, besos xoxox" y las verdades inauditas: "Larisa y Lisa ahora están casadas".

Sólo por la escritura fueron posibles las grandes ficciones, las de vocación de cuento y no de mito. La escritura es la que da el coraje para mentir con la cara dura o decir la verdad sin que las piernas se hagan blandas, y Voltaire nunca necesitó Internet 2.0 para burlarse de Lebniz siempre y cuando Leibniz no estuviera enfrente.

Lo que Larisa le atribuye a la virtualidad ("...en la vida virtual somos muy cercanos, hablamos de cosas importantes e intimas... y afuera, cuando nos encontramos, nos miramos distantes, timidos, lejanos.") no es más que el mismo viejo truco mesopotámico de hace seis milenios, democratizado, popularizado y en manos de nosotros, la orgullosa chusma.

Yo por eso lo que veo escrito lo creo todo, o como el fogonero de Hombre Muerto, no lo creo nada.