March 28, 2009

Postales breves de cuatro mundos IV

María

María se llama Meredith. Pero todos le decimos María, que es como se autonombró cuando llegó a México. La casa de María está en una isla antillana en Brooklyn, pero por dentro está en Cuernavaca. Al menos así me lo parece porque lo primero que vi cuando puse en el suelo mis maletas fue una hoja de contacto con fotos de Larisa y de Maria Luisa en la playa. Y porque hablamos sobre gente que conozco desde hace más de quince años, y recuperamos anécdotas olvidadas del Café Arte, de la plazuela, de los amigos viejos.

María en su hábitat se comporta como todo ser humano neoyorquino: con prisa en la mañana y con suavidad por la noche. Café y manzanilla con unas horas de separación. Si se sienta a descansar, es guayaba y alterna inglés con eslang mexicano en la misma oración. Este último detalle es importantísimo y no debe ser pasado por alto.

"Mi patria es mi idioma" es un lugar común que le han achacado a varios escritores -que Camus, que Pessoa, que Fernando Vallejo... A mí no me importa quién la haya dicho porque de cualquier manera no les creo: mi idioma tiene quinientos millones de hablantes y la patria me importa un carajo. Lo que sí sé es que mi casa es mi eslang, y esto todavía más cierto cuando estoy lejos de casa. Mi casa es el lugar donde dicen "chido", y donde dicen "no mames", "pinche terco" y donde dicen "Larisa", "Jimmy", "Camilo", que no sólo son gente, son también palabras que sólo pocos entendemos.

Lo increible de los seres humanos es que no importa cuánto tiempo pase, no los acaba uno de conocer. Le puedo apostar un peso a todos los zoólogos del mundo que ningún animal es tan complejo, tan cambiante, tan difícil de describir.

March 26, 2009

Postales breves de cuatro mundos III

Antonio

–Yo no me hallo aquí. Llevo tres años. Pero no me gusta.
–¿Y qué es lo que no te gusta?
–No sé. Pero no me gusta nadita. No me hallo.

Antonio trabajaba en la construcción. Un día la empresa quebró y se quedó en la calle. Y ahí estaba, parado en la banqueta, cuando pasó VanMan, que a través de la ventanilla de su camioneta le preguntó en inglés:
–¿Hablas inglés?
–Sí.
–¿Quieres trabajo? Antonio nomás movió la cabeza diciendo que sí.
–Súbete, le dijo entonces Frankie. Y desde la semana pasada anda con él en la camioneta de mudanzas.

En una de las veces que VanMan interrumpió la apología de Diamond para contestar el teléfono, Antonio me dijo: –Yo también tenía un perrito. Pero chiquito –lo dice haciendo la mano una cucharita invertida, bajándola hacia el suelo de la camioneta. –Un chihuahua. –¿Y qué le pasó? le pregunto yo. –Se lo regalé a una muchacha que me dijo “ay qué bonito perrito” y que le digo “llévatelo” le digo, y que se lo lleva.

–...
–Sí, yo ya en diciembre me regreso, aquí no me gusta. ¿Apoco a tí sí te gusta?
–Pues no mucho, tampoco.
–¿Y no te quieres regresar?
–Sí, Antonio. Todos los días quiero regresar.
–...

Ya terminamos de subir las cosas en la casa de María, que es donde vivo temporalmente ahora. Estamos a punto de despedirnos y yo de pagarle a Frankie en la banqueta. Antonio voltea a un lado y otro de la calle y estima en voz alta: “Hay mucho moreno”. En algunos lugares los latinos, o sea los morenos, se refieren a los negros como ‘morenos’. A los morenos no sé cómo nos dirán. En esa observación de Antonio entiendo su “no me hallo”: es la incomodidad de ser permanentemente extranjero, de no poder descansar de esa labor ingrata de ser ajeno. Vivir con una identidad impuesta desde fuera, por oposición, ser definido por lo que uno no es, que es una definición infinita. Pertenecer de golpe a una raza que uno no sabía ni que existía: Hispanic. Andar todo el día con la sensación de traer unos zapatos apretados, pero no en los pies, sino en otro lugar más abstracto. Porque, como me dijo Andrea alguna vez, con el respaldo de no sé cuántas experiencias: en este país ser mexicano no es neutral.

March 21, 2009

Postales breves de cuatro mundos II

Frankie

-Van Man (...) My name is Frankie and I will be there to pick you up at 10 in the morning.
Así me prometió una voz de hombre aguda y nasal en el teléfono y a las diez en punto ya estaba tocando la puerta. Ocho minutos más tarde ya estaban todas las cosas en la camioneta, gracias a la agilidad de Frankie y “su muchacho”: Anthony. Anthony se llama Antonio y es de Jalisco.

En el camino Frankie saca de la visera una foto de su perro, Diamond, que murió hace un año. Frankie me cuenta toda la historia del perro, desde cómo lo consiguió de cachorrito como un regalo para un ex-novio suyo que terminó enganchado en la cocaína (con un oscuro paréntesis de varios semáforos donde narraba la vida del ex-novio cuya familia pertenecía a un culto, y cuyo padre fue encarcelado, no por evasión de impuestos, sino por haber golpeado a un niño hasta matarlo), hasta los últimos días que vivió Diamond, ciego, artrítico e incontinente, y cómo el mismo Frankie terminó durmiendo en el suelo con tal de dormir junto a su amado perro que ya no podía subirse ni a una colchoneta de seis pulgadas de alto. Dice que lo más difícil sigue siendo llegar a su casa sin que lo reciba Diamond en la puerta. En el semáforo en alto besa la foto del pitbull ciego.
-A veces lloro todavía- me dijo, llorando. Frecuentemente interrumpía la plática para contestar el celular: -VanMan- y hacía una cita para mañana, para pasado mañana. Durante esas interrupciones Anthony, a mi lado derecho, me habla en español, me explica innecesariamente:
-Es que quería mucho a su perrito.

(sigue: Antonio)

March 20, 2009

Postales breves de cuatro mundos I

Casi siempre digo que no me gustan las fiestas porque no me interesa conocer gente nueva. Pero es mentira. Hay a quienes no les gustan los zoológicos y no porque no les gusten los animales, sino precisamente por la razón contraria: porque los animales les gustan libres, en su hábitat, haciendo animaladas, y no encerrados caminando de un lado a otro sin saber qué hacer o no haciendo nada.

Yo odio las situaciones sociales diseñadas expresamente para que la gente “se conozca”: las fiestas, las autopresentaciones, las reuniones académicas, los bares. Las odio por fallidas, porque la gente no puede conocerse en un lugar donde todos están encerrados caminando de un lado a otro sin saber qué hacer o no haciendo nada. Es como ver a un tigre enjaulado pero con un trago en la mano. Cada vez que me invitan a una reunión donde va a haber personas que no conozco, rechazo la invitación como rechazaría una cacatúa un paseo por el apiario de Zacango. Nunca voy. Y no porque no me interese socializar. Lo que pasa es que a mí los humanos no me gustan en exhibiciones. Me gustan libres, en su hábitat, haciendo lo que hacen los humanos: trabajar o descansar, siendo lo que son.

Para no ir más lejos, esta semana conocí o reconocí a cuatro personas interesantísimas. Intrigantemente comunes y corrientes. Y de cada una quise escribir un pequeña postal de viaje.

Matar

El martes fue uno de los días más singulares de mi vida. Conocí a Aoua y Abou, una pareja de Senegal y su hijo de dos años, Matar (así se escribe, pero así no se pronuncia, por lo que su nombre suena bonito y no tiene nada que ver con el verbo español que parece que es). Los conocí comiendo pollo rostizado en una cena muy modesta en nuestra casa. Matar me habla en francés de bebé exclusivamente. Yo entiendo poco a los bebés, y a los que balbucean francés, menos aún. Desesperado ante mis recurrentes gestos y notentiendos, Matar decidió hablarme en español, con el corto vocabulario que pudo acumular en los pocos minutos de hablar conmigo: ‘Hola’. ‘Goyo’ -en seguida supo que hacer referencia al oso de peluche era un buen tema para romper el hielo. ‘Ba-bai’; ‘Tei-ker’. Lo último me lo dijo en inglés, cuando quiso dar por terminada la conversación que a puros holas sabía que no nos iba a llevar muy lejos. Matar y yo hicimos muy buenos amigos un día antes de que yo saliera de la casa con todas mis cosas. Nos reímos a carcajadas. Saltamos en el colchón. Nos entendimos bien a pesar de la escasez de vocabulario común. Nos abrazamos al despedirnos. Yo no debí haber ni cruzado la puerta del edificio cuando Matar seguro ya me había olvidado.

(sigue: Frankie)

March 15, 2009

Nadie sabe lo que tiene hasta que lo empaca

El título es un dicho que le aprendí a Oscar. Viene al caso porque me estoy mudando. Esto no quiere decir que durante los últimos cinco días haya estado acarreando muebles y volando pianos de cola, porque no tengo nada de eso. 'Me estoy mudando' quiere decir: ya no vivo en un lugar y todavía no vivo en otro, pero tampoco vivo en la calle. También quiere decir que he pasado la última semana tomando decisiones importantísimas, por lo irreversibles: esta bufanda multiusos que me regaló mi tía, ¿se va o se queda? los zapatos carísimos que compré hace dos años y que usé sólo una vez porque demasiado tarde me dí cuenta de que parecían botitas de El Borceguí ¿los empaco una vez más o se van a la tienda de caridad donde por cierto compré estos guantes que jamás me puse porque ya comprados me dieron mucho asco? Cada objeto insignificante pasa por un escrutinio riguroso: el desodorante viejo, el cangurito de hule, los cinco juegos de costura para emergencias, la caja de curitas, el arete sin par, la esperanza de encontrar el par de ese arete.

Empacar no es sólo ahorrar espacio y tomar decisiones. Tomar decisiones en la mudanza es revivir el pasado y adivinar el futuro, imaginarse las necesidades más remotas por venir: ¿no será que algún día me lastime la pantorrilla jugando futbol y necesite desesperadamente esta pomada de árnica que estoy a punto de tirar? ¿qué tal si la hija que no tengo y que no sé si voy a tener, a los diesciséis años quiere usar mi ropa como yo usaba la que mi mamá conservó en un veliz desde 1974 hasta que yo me la acabé de tanto ponérmela? Empacar implica sopesar las falsas esperanzas y distinguirlas de las verdaderas: nunca se ha dado el caso de que, pasados los treinta, uno quepa en los pantalones que usó a los venticinco. Empacar es terminar por admitir que la mudanza tuvo lugar mucho antes, sin maletas de por medio y sin que nos diéramos cuenta, de modo que el que hace un par de años usaba nuestras cosas ya no es el mismo que el que ahora las está guardando en cajas.

El valor sentimental de las cosas (la brújula de mi abuela, la bolsita chiapaneca que me regaló mi hermano) se encuentra por fin con un estándar objetivo de medición: el espacio que ocupa y el esfuerzo de arrastrarlo cinco pisos abajo y cinco pisos arriba, sin elevador, junto a 85 kilos más de cosas estrictamente útiles, como ropa de cama, abrigos pesados de invierno, documentos de identidad. Cuando empaco me doy cuenta de lo mucho que me importan mis amigos y lo poco que me importan mis exnovios.

Quisiera tener un alma minimalista, pero nací con el corazón barroco y hasta churrigueresco. Si no fuera porque nunca lloro, diría que las mudanzas por muy poco me hacen llorar.