February 13, 2010

Viva el subjuntivo, si viviera

Cuando pensamos en el futuro del mundo, nos referimos al destino que alcanzaría si continúa moviéndose en la dirección en que lo vemos moverse ahora; no se nos ocurre que esta trayectoria no es una línea recta, sino curva, y que cambia constantemente de dirección.
L. Wittgenstein, Vermischte Bemerkungen.

Hablar del futuro es como hablar de sí mismo en tercera persona, pero en una tercera persona completamente desconocida y además probablemente inexistente.

Dicen que el "hubiera" es el tiempo gramatical de los idiotas. Yo digo que idiota es el que piensa que "hubiera" es un tiempo. El "hubiera" no es un tiempo, sino un tiempo-aspecto-modo al que le llaman  domingueramente pluscuamperfecto de subjuntivo. Pedanterías gramaticales aparte, el "hubiera" es una palabra preciosa: es un cálculo en el mapa de los mundos posibles, es buscar un lugar donde no estamos, pero donde pudimos algún día llegar. Calcular los hubieras es consultar un plano que dice con un punto rojo: "Usted está aquí, irremediablemente aquí" y espetarle: "Sí, pero podría estar en otro lado", porque estos otros mundos donde no estoy también existen en la cartografía de lo lógicamente imaginable.

El futuro, en cambio ("Me van a dar un trabajo en la Universidad de Cochabamba", "Voy a casarme en Mayo del 2013", "Voy a recorrer en un velero todas las islas del Pacífico", "Me van a dar una beca para aprender samba en Salvador de Bahia", "Voy a poner un puesto de fruta picada en el kiosco de León Guanajuato"...), y más el que involucra las voluntades de terceros actuando favorablemente sobre uno: ése es el verdadero tiempo de los idiotas.

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Quien usa el futuro para hablar de sí mismo finge que sabe de qué está hablando, pero no está diciendo nada. Luego añade, como descargo de responsabilidad: "Bueno, no es seguro, pero casi". "Casi", dice el insensato, como para no hacer enojar a los dioses, porque sabe que está siendo imprudente.

Hablar en futuro es tan poco informativo como consultar el clima de La Paz, Baja California para saber qué ropa se pone uno en Chicago ese mismo día. La gente que habla de sí misma en futuro lo hace porque no tiene nada interesante que decir sobre su presente.

Ya lo decía también el filósofo: "Que el sol saldrá mañana es una hipótesis. Y eso quiere decir que no sabemos si saldrá". (TLP 6.36311, para los exégetas).

El subjuntivo calcula, el futuro adivina. Por eso se lee en las puertas de los changarros de los psíquicos y charlatanes "Se adivina el futuro" pero nunca "Se adivina el pluscuamperfecto de subjuntivo".

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Estoy obsesionada con el futuro. Debe ser porque hace tiempo que admití mi completa derrota e ignorancia al respecto. Porque siempre que hice planes esos planes se hicieron realidad en otro lado, en otra gente, en otro tiempo. Porque el presente mismo es un lugar que nunca imaginé ni en mis más benévolos sueños ni más angustiosas pesadillas. Este presente, que es el futuro de entonces, llegó insospechado a la vuelta de una curva de donde no se le veía venir.

No sé dónde estaré en seis meses, en un año, ni qué voy a desayunar mañana. Consulto oráculos, horóscopos, y nunca entiendo lo que dicen, pero siempre creo que saben más ellos que yo, porque tampoco dicen nada claro. Así es el futuro: borroso. Impredecible, pero no irracional. Yo calculo mi futuro en subjuntivo ("si me levantara temprano mañana, iría a correr"). Pero sólo hablo en futuro cuando tengo toda la certeza de estar mintiendo.

February 03, 2010

I (?) NY

Ya me acordé cómo es: se trata de sobrevivir. Se puede, sin duda. Para sobrevivir se necesita: una maleta mediana, varias mudas de ropa, una cuenta en el banco, un abrigo que rompa el viento, unas botas que no resbalen en la nieve cenagosa o su inmundo detrito congelado, los lentes (no se me vayan a olvidar los lentes), una secadora de pelo, un juego de sábanas y mi champú. También se puede prescindir de todo y atenerse sólo a la cuenta de banco, que en un mundo como aquél es lo único indispensable. El que no la tenga que ni lo intente.

Una vez con eso, se asegura uno un cuarto donde dormir (gracias, Txuss) y la oficina donde trabajar, que, si es por sobrevivir, puede ser cualquier lugar: un estarbucks sin turistas, un cafecillo de barrio, una biblioteca pública maloliente o incluso la lujosa sala de lectura de la Biblioteca Pública Con Mayúsculas. Si está uno con suerte, puede ser que hasta goce de luz natural a través de alguna ventana mugrienta desde donde se aprecie en todo su gris esplendor el paisaje deshojado y sórdido de invierno.

Ya instalado en ese naufragio temporal (de ahi la importancia de la maleta), se trata de hacer lo propio: respirar profundo, abrir grandes los ojos, apretar el corazón -bien bien cerrado para que no entre el frío, la indiferencia y todas esas cosas que lo maltratan cuando está a la intemperie- y sonreír. Lo último no sé por qué ni para qué, pero al lugar donde fueres haz lo que vieres, y aquí se les va la vida en sonreír sin necesidad de que medie gracia alguna. Así blindado, estoico, contar hacia atrás, desear largarse mucho antes de haber llegado, morder el segundero de reloj cuando la ausencia azote, guardarse el odio, los maldita sea, y sobrevivir, que es lo único que queda por hacer en una ciudad ajena.

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Voy a demostrar la productividad del lenguaje escribiendo una oración que nunca he dicho y nunca he oido antes: Odio Nueva York.

February 02, 2010

Yo nunca tuve miedo

O tal vez sí, cuando para ir al baño tenía que cruzar de noche el pasillo tenebroso de la casa de mi abuela, tratando de ignorar los fantasmas -que nunca llegué a ver, aunque después les jurara lo contrario a mis amigas en la primaria- que se agazapaban en el patio de la casona del siglo XVI desde que era un convento con no sé cuántas historias de secretos, crímenes y penitencias.

Pero pensándolo bien, nunca tuve miedo. Bueno, quizás un poco el día que nos perdimos -te acordarás- en la selva en Veracruz. Cuando ya no veíamos el camino de ida ni de regreso nos rodearon los zopilotes y apareció recargado en un cafeto un machete sin dueño. Pensé que no íbamos a despertar al día siguiente. Pero incluso entonces era más resignación lo que sentía, porque no es verdad que tuviera miedo.

Ni siquiera el día que corrimos a escondernos al cementerio cuando escuchamos los primeros disparos de los carabineros -y entre la confusión y el tumulto perdimos a nuestros amigos y yo no sabía si era peor caer herido o caer extranjero. No tuve miedo porque nada como una herida o la cárcel me había pasado, ni me pasaría, ni me pasó jamás.

Aunque lo pareciera, tampoco era miedo lo que me echó a llorar hecha bolita en la cama de un hotel mugroso en Xalapa, la vez que me dí cuenta de que los problemas que tenía ya no me los podía solucionar mi mamá como cuando tenía seis años. Era sólo la tristeza de aprender que estamos irremediablemente solos aunque estemos acompañados. Alguna certeza pasajera o pan con miel debieron bastar para compensar esa condición humana inapelable.

Todavía a mis años se me desmorona el suelo debajo de los pies cuando oigo las palabras "nunca" y "siempre". Si alguien me las dice, se me hiela la sangre y palidezco. El corazón me late más fuerte o me deja de latir. Me sudan las manos, volteo hacia otro lado, cambio de conversación. Pero aún así estoy segura de que no les tengo miedo ni al amor ni a la muerte.

El sábado, en cambio, la casa de mis padres atardeció rodeada de militares. Andaban buscando a alguien o cuidando que no lo encontraran, ve a saber. -Dicen que andan cateando casas -nos advirtió alguien que se fue a tiempo. Oímos dos disparos y después silencio. No me quise imaginar nada. Después de unas horas se fueron. Causaba desconcierto verlos, encapuchados, armados y por montones, en la calle que hace quince años era el empedrado tranquilo donde salíamos a jugar cascaritas de badminton con Cisco y Emilia. Como yo nunca antes había tenido miedo, no supe si esa sensación -el corazón en caída libre hacia el estómago, el estómago como un cenote sin fondo, la duda, la espera de lo peor (que no lleguen mis padres en mala hora, que no se desboquen estos animales en fuego cuando salgan mis hermanos, que si entran no encuentren aquí a ninguno de los que yo quiero) y la total, absoluta confianza en la compañía de mi perro- como, en fin, nada de eso lo había sentido, ya no supe si esto es a lo que debería empezar a llamar miedo. Y si vino para quedarse tengo miedo de saber por cuánto tiempo se va a quedar.