December 13, 2009

Buscar sin desencontrar

No sé cómo ni porqué empezó esa reprobable costumbre de buscar a la gente. Será que los desconocidos me atraen inexplicablemente. El más remoto recuerdo que tengo era de cuando yo tenía dieciocho años y viajaba todas las semanas de aventón de Cuernavaca al DF. Uno de esos lunes se detuvo un lanchón negro y desde dentro nos dio la bienvenida un acento argentino. Era bióloga, trabajaba en la UNAM, yo empezaba mis primeros años en filosofía. Viajé en el asiento de atrás. Sólo recuerdo de su cara lo que podía ver por el retrovisor: sus cejas y los ojos aceituna. Lo demás era la voz, la chamarra de cuero, el sentido del humor, la primera vez que oi la palabra "cucharear" y un lema que me aligera la vida desde entonces: "En ciencia, si todo sale bien es que algo está mal".

Eran los últimos años del pre-google, como llama Vanessa a esa época de oscurantismo en que vivió sumida la humanidad desde el inicio de los tiempos hasta por ahí de fines de los noventas. Aún así no me fue imposible encontrarla. Un contacto por aquí y otro por acá. El conveniente tamaño mínimo de la clase media. Gente. ("Lo que tenemos es gente" dice Ana que dice Rajesh, que tiene razón). Gente que conoce a alguien. Que me dijo el rumbo por donde vivía y algún apellido. Que busqué en la sección blanca, a mano, bajo una letra que no recuerdo ya. Que encontré junto a un número, como esperaba. Que marqué sólo para colgar, acobardada, cuando una temible voz de mujer que no tiene nada que ver con la historia me contestó el teléfono.

Mi cobardía consistió en no querer saber si lo que había encontrado era el número equivocado, la mujer equivocada, o el momento equivocado. La historia que me hice en la cabeza, en cambio, no era la del miedo a averiguar, sino la de un gran amor posible reemplazado por el desencuentro.

Estuvo bien así porque si la hubiera visto de nuevo no hubiera pasado que ayer, catorce años más al norte, cinco mil kilómetros después, me enterara de que habría podido completar el resto del rastro de su rostro, que alguien más halló sin buscar y por casualidad -otra vez: gente que conoce a gente-, y que yo me perdí porque tuve miedo de ir con Laia al bar y encontrarme con la persona equivocada o con el momento equivocado y de revivir equivocadamente el recuerdo correcto.


Epílogo
:

Y creo que es así como empezó esta reprobable costumbre de buscar a la gente. De tocar las puertas, hacer sonar los timbres, como vendedor en abonos, como testigo de jehová en domingo. No es una enfermedad mental, aunque pareciera. Es sólo que sé que las historias del miedo no continúan. Que el miedo es la interrupción de todas las historias.

December 06, 2009

Fin de temporada

Este dolor ya tiene sabor, olor y sonido propios. Huele a limpio, suena a Norah Jones y sabe a chocolate con tocino. Sólo le falta tener nombre. Se parece mucho a tí y me mira desde el puente, señalándome desde la distancia la banca donde ya no estamos sentados viendo pasar de noche a los ciclistas. Se encarga de hacerme olvidar que ese mismo puente es de otras historias: que lo caminé de ida y vuelta a carcajadas con Ivet, con Marcela en una primavera gris y rosa, o conmigo misma el año anterior, corriendo bajo una llovizna congelada de invierno.

Este dolor es como un hijo: cada día lo veo crecer más grande y más fuerte y me exige dedicación absoluta. A las siete en punto me despierta con un apretón en la boca del estómago. Es el primer pensamiento de la mañana y el último de la madrugada.

Lo recuerdo cuando era chiquito y sin embargo ya terrible: tenía tus ojos desde el primer momento, pero entonces se parecía al amanecer tibio desde tu ventana y uno hubiera pensado que no le hacía daño a nadie.

Todos los días le doy de comer. La idea imposible de que regreses o al menos eso quieras lo está poniendo gordito. Se alimenta de repasar las últimas conversaciones y de inventar discursos sin destinatario en segunda persona. Este dolor odia el presente, escucha la Waldstein obsesivamente y le pone tu nombre a todo lo que toca. Me dice: "aquí no está, aquí tampoco". Y me culpa.

Hace varios meses que vivo con él, o que él vive de mí, y confieso que me he acostumbrado. Pero ya no tengo tiempo para darle. Un día de estos voy a tener que ir al puente y dejarlo caer desde su banca al al río, donde se va a ahogar junto con tu nombre -que debe ser también el suyo. En eso pienso cuando otro dolor, chiquito, me empieza a pedir nostalgia.