June 14, 2008

Manual de Campo

Primero hay que obtener aprobación del Comité Universitario sobre Actividades que Involucran Sujetos Humanos, que sancionará si el proyecto observa las normas de ética y se apega a las leyes federales y universitarias para la protección de los derechos de las personas. Una vez que se contacta al informante, darle a firmar la hoja de Consentimiento Informado, donde se le garantiza que la investigación no involucra riesgos y que en todo momento se protegerá su confidencialidad mediante el uso de un pseudónimo. Eso respecto a los formalismos. Para las entrevistas, empieza uno por diseñar el cuestionario. Claro que, para entonces, debe uno saber qué es lo que está buscando: cláusulas relativas. Escribe entonces varias preguntas, calculando que por lo general un juego de 50 oraciones toma aproximadamente una hora. Hay que agregar en este caso particular las pausas que añade tener que calmar al hijo de dos años de la informante cuando reclama atención a gritos. Preparar la grabadora, para lo cual ya fueron descargados los archivos de la sesión anterior y transcritos los cuestionarios correspondientes. Ahora sí, probando probando. Empieza la sesión: "Cómo dices 'Juan vio al señor que aventó la piedra'?", etc. Escribir las respuestas cuidadosamente, agregar ciertas variaciones al vuelo, preguntar por juicios de gramaticalidad.

Al término de la sesión, puntualmente pagar el precio acordado por el valioso tiempo de la informante. Pasa la señora de las obleas. Tronando obleas nos quedamos platicando en la banca de la plaza, en una sobremesa callejera. Entonces ella me cuenta porqué no pudo dormir: el papá del niño, después de dos años de ausencia, anoche le mandó un mensaje. Un machito sin trabajo que tiene más de cinco hijos regados de Puácuaro a Morelia. Ella todavía lo quiere, me dice, y se le entrecorta la voz y se le mojan los ojos. Aunque no se lo digo, le agradezco la confianza de que me cuente parte su historia. Lo retribuyo contándole mi historia de amor más triste, pero tengo que exagerarla porque junto a la de ella, la mía suena a chiste de Pepito. Y termino con frases de aliento, de las que tanto odiaba oir cuando mis amigos o mi familia no sabían qué otra cosa decirme: "vas a encontrar a alguien más que sí valga la pena, ya verás". Le pongo mil ejemplos de historias con presente feliz. Ya sé que no me cree. Yo tampoco me las creo. Cuando nos acabamos las obleas nos despedimos y le deseo que esté mejor, por no saber qué otra cosa le podría decir.

El día que la conocí, no pensé que en algún momento y sin darnos cuenta cruzaríamos la borrosa línea que separa lo estrictamente profesional de lo meramente humano. Ni en el manual de campo ni en el código de ética vienen las instrucciones sobre qué hacer si el corazón se arruga como hoja de papel cuando llegan momentos como este.

June 13, 2008

Paciencia

Esta entradita tiene dedicatoria: es para Larisa, como todas las de este blog, pero más explícitamente


Éramos siete, y estábamos desperdigadas por todo el campo. Una le hablaba a los caballos, la otra veía fijamente el arroyito, la mano metida en el agua cristalina. La de más allá hablaba sola. Por allá junto a una roca quedó el frasquito con miel y los pocos pajaritos que no nos comimos. Yo veía atentamente las figuras el el caparazón de un insecto. La otra se cepillaba el pelo, cantando, y otra más caminaba despacito y observaba el paisaje, sonriente, con las manos entrelazadas en la espalda, como si el campo abierto de Tepoztlán fuera una sala de el Louvre. Y una de las siete simplemente no estaba.

No sé cuánto tiempo pasó antes de que notáramos su falta. Cada quien estaba prestando atención a lo suyo, pero con lo poco que nos quedaba de cordura sabíamos que una desaparición era un mal sino. Así que dejamos nuestros respectivos quehaceres y nos dedicamos a buscarla: en el arroyo, tras los árboles. En la base de un árbol econtramos sus zapatos. Y luego su voz nos llamó desde la altura "¿No quieren venir a mi casita?". Volteamos a la copa del árbol y sentada en una rama altísima nos esperaba la muy flaca, moviendo las piernas en péndulos alternados, como hacen los niños cuando les cuelgan los pies de la silla. Su casita se veía frondosa y fresca, así que ahí vamos, intentando trepar el tronco musgoso. No podíamos subir más de medio metro: resbalábamos con la gracia de los borrachos que suben el palo encebado en las ferias de pueblo. "Quítense los zapatos", nos aconsejó a gritos. Nos sacamos las botitas, los tenis o lo que fuera, pero fue inútil, seguíamos resbalando con el cuerpo untado al tronco húmedo. Después de que todas lo intentamos varias veces y fracasamos, me convencí de que María Luisa sólo pudo haber subido a esa rama volando.

Ya unos años antes se nos había perdido una noche en Zipolite, cuando la buscamos recorriendo la playa de punta a punta varias veces y preguntando por ella en cada fogata, en cada campamento. Nuestra inusual capacidad de buscarla tanto tiempo sin cansarnos me hizo valorar la potencia de la cocaína. A la mañana siguiente ahí estaba de vuelta, como si nada hubiera pasado. Le pedimos nomás que para la otra que se quisiera desaparecer nos avisara y se hizo la ofendida.

Una vez pasamos la noche juntas otra vez las siete, pero esa vez aunque ella estaba allí no la vimos ni nos hizo reír ni nada. Cosa extraña, esa noche llorábamos a ratos, como en efecto dominó, porque bastaba que una empezara para que se les salieran las lágrimas a las demás. Luego hablábamos de otra cosa o incluso hablábamos de ella como si no pudiera oirnos. Otro día fuimos a la fiesta de su hija pero ella no estuvo. Yo no dejé de sentir que en cualquier momento saldría con las gelatinas o con más tostadas para el pozole ese tan bueno que hace su abuela. Que como en otras ocasiones, sólo era cuestión de paciencia. Ya unas semanas antes me había llamado Sergio una noche para decirme que María Luisa se había perdido, esta vez en serio y para siempre en el fondo de un barranco. Pero yo por supuesto sigo sin creerle.

Historias prestadas

La historia de mi abuelo me recuerda mucho a otra que no me atrevo a contar en detalle porque no es mía. Mi amiga Elena, que es de Ayutla, Oaxaca, creció con sus abuelitos. Cuando vino al DF sintió mucho su falta, así que se inscribió al programa "Adopta un abuelo", en el que la gente se comide a pasar los domingos en un asilo haciéndole compañía a algún viejito solitario. Durante un par de meses estuvo yendo cada semana a platicar con uno de los ancianos, a escucharlo y leerle cuentos. Un domingo llegó Elena a ver a su abuelo adoptivo pero ya no lo encontró. (Dice mi papá que eso es la muerte: llegar a visitar a tu amigo y no encontrarlo). En la puerta del asilo se dió Elena la media vuelta, con sus libros en una bolsa de plástico, los ojos húmedos y la tristeza atragantada como una bolita dura en la tráquea. Así me lo contó ella: "Sentí mucho coraje por haberme hecho de un dolor que pude haber evitado. Yo de mi parte no vuelvo a tener otro abuelo".

June 12, 2008

Memorias de un álbum sin recuerdos

La primera oportunidad llegó el día de la primavera, cuando podíamos escoger ir disfrazadas de bailarinas o de princesas. Por supuesto, no lo tuve que pensar dos veces: bailarina. Mi mamá entonces me hizo el vestidito, me compró las zapatillas. Y después de ese día, los miércoles por la tarde, cuando llegaban las amigas de mi mamá a tomar el café, yo me ponía el vestido y sacaba alguno de mis discos de una colección de música clásica que venía con la enciclopedia para niños que me había comprado mi papá en Aurrerá. Ponía a Tchaikovsky o Schubert o lo que fuera y me ponía a bailar para mi público conformado por tres o cuatro maestras de secundaria que lo que más querían era chismear entre ellas pero que por amabilidad soportaban y aplaudían mi espectáculo improvisado. Siempre, al terminar, una de las amigas, Amelia, le decía a mi mamá: "Deberías llevarla a tomar clases a Bellas Artes". La respuesta de mi mamá, cada miércoles era "Sí, la voy a llevar mañana mismo". Pero ese jueves nunca llegó.

Un día el vestido ya no me quedaba y tampoco me quedaban ganas de hacer el ridículo enfrente de nadie y nunca más volví a bailar ni la música que ponían en las kermeses de la escuela, que es la que llamamos hoy "música de los ochenta". En ese tiempo era simplemente música y cada vez que empezaba a sonar a mí me temblaban las piernas y corría a esconderme, o me iba con algún pretexto a hacer otra cosa. Cada vez que en las fiestas me obligaban a bailar me daban terribles crisis de angustia, y tan escandalosas, que quien se había atrevido a jalarme de mi silla me volvía a poner en mi lugar, espantado como quien se sacude un insecto ponzoñoso.

Algunas veces me he preguntado cómo hubiera sido mi vida si hubiera aprendido danza clásica desde pequeña. No sé si sería mejor o peor. Probablemente ni siquiera sería muy diferente. No veo por ejemplo que mi vida sea menos afortunada que las de mis amigas a las que sí llevaron a tomar clases al INBA. Pero anoche, entre la mudanza -porque nos estamos cambiando de casa- encontró mi hermana un álbum. Tiene la portada roja y dice "Ballet". Está dedicado para mí, es un regalo de Lulú. Se lo regalaron a mis papás cuando era yo muy niña, con la intención de que pusieran en él las fotos de mis presentaciones, ensayos, clases, pequeños recitales. Debería tener las fotos con el tutú amarillo, las del infaltable leotardo negro, el salto fuera de foco, algunas de magníficos arabescos, todas para este momento ya descoloridas. Ahí deberían estar las fotos de mi presentación en el auditorio del Seguro Social de Cuernavaca, donde debí haber bailado para mi mamá un diez de mayo en que ella no pudo ir. Pero en lugar de eso, el álbum está vacío, irremediablemente vacío. Las bolsitas de celofán sobre el plástico blanco no guardan nada más que el lamento de haber dejado pasar el tiempo sin llenarlas. Hay una foto mía de cuando tenía un año y las orejas enormes, y eso es todo. Algunos recortes que después metió mi hermana con fotos de ella y de su hijo. El hecho de que mis padres hayan ocultado ese álbum en blanco por tanto tiempo me hace sentir traicionada. Me lleno de una rabia roja como la pasta del álbum inútil, y quiero llorar porque puedo imaginarme claramente las fotos que no están, que nunca se tomaron, que nunca pudieron ser tomadas porque los momentos que les corresponden no existieron, porque no hubo tutú amarillo, ni saltos, ni arabescos, ni barra, ni recital ni nada. Quiero llorar de pura tristeza porque de tanto decir "mañana" ese día nunca llegó.

June 11, 2008

Mi abuelo

Esa vez nos llevaron a México por la misma carretera por la que una vez mi hermano nos había llevado a Reino Aventura. Sólo que este viaje no era de placer: mi abuelo estaba hospitalizado.

Mi abuelo tenía una hija que era enfermera en el hospital militar, así que ahí lo internaron. Yo nunca antes lo había visto, porque después de que se separó de mi abuela se fue a vivir a Hermosillo y tuvo otra familia. Las únicas veces que había oído hablar de él era cuando mi abuela sacaba a relucir sus rencores de más de treinta años de antiguo. Mi mamá raramente lo mencionaba.

Hacía frío en México, como le llamamos los guayabos a la Ciudad de México. Yo tenía un suéter blanco que me servía para poca cosa. Como en el hospital no podían entrar niños tuve que esperar afuera. Ya estaba yo acostumbrada a los accesos limitadísimos y la discriminación constante que implica ser niño. Mi mamá y mi tía estaban en el cuarto con él. A mí mientras me cuidó alguien, pero no recuerdo quién.

Cuando salieron mi mamá y mi tía, después de siete horas (no sé realmente cuánto tiempo pasó, he perdido muchos detalles, y de niño es uno malo para calcular el tiempo), mi mamá vino con una idea genial. "¿Quieres conocer a tu abuelito?" Ps, la verdad me daba igual, pero haría cualquier cosa con tal de desaburrirme. Entonces me contó su plan maestro: "Te metes por este pasillo, ahorita que no hay enfermeras, doblas en la pared a la derecha y entras por..." Insisto en que no recuerdo los detalles. Yo sólo sé que seguí las instrucciones.

Así llegué subrepticiamente y con el corazón latiéndome muy fuerte –del miedo, no de la emoción- al cuarto de mi abuelo: una cámara de hospital dividida con cortinas plegadas y donde tenía como vecino de cama a otro viejito al que no le puse mucha atención. Me quedé parada frente a él y mi abuelo me sonrió y me llamó con la mano. Tenía una expresión tan dulce que se me olvidó el miedo a las enfermeras y el hecho de haber entrado de autocontrabando. Le dije, como parte de las instrucciones que me había dado mi mamá: "Hola abuelito, soy Violeta". Él me vió desde el fondo de sus lentes de pasta y me preguntó si era yo la hija de Gloria. No importó que yo lo negara, que no supiera quién es Gloria, mi abuelito siguió hablando de gente que yo no conocía. Me presentó muy orgulloso con su vecino catatónico como "Margarita", y yo ya no quise contradecirlo. Al fin y al cabo ya sabía yo que los viejitos son necios y dicen incoherencias, porque así había sido mi bisabuela también. Así que yo nadamás contestaba preguntas simples y cuando no entendía asentía y nomás. En un momento que recuerdo prístinamente, mi abuelo saca del cajón de su mesita de luz un manojo de paletas Charms y yo escojo una de naranja. Me cayó bien el viejo, pero después de un ratito me despedí porque no tenía ganas de quedarme y ya quería ver a mi mamá. Los niños no están mucho tiempo a gusto con desconocidos, y después de todo, no porque fuera mi abuelo dejaba de ser un desconocido.

Salí como pude otra vez por el laberinto blanco y a la entrada del pasillo como a la salida de un túnel metafísico me esperaba la silueta aureolada de mi tía Julia. "¿Viste a tu abuelito?" Y les enseñé la paleta. Algo mencionaron sobre diabetes, que no entendí. Unos días después supimos que mi abuelo se recuperó, salió del hospital y se regresó a Hermosillo. No tuvimos contacto con él durante mucho tiempo.

Unos cuatro o cinco años después, mi mamá recibió la mala noticia por teléfono. Ese día estaba seria, pensativa. No lloró ni una lágrima, pero me confesó que estaba triste. Yo no entendía porqué habría de estar tan triste si finalmente nunca había vivido con él y a decir de mi abuela, mi abuelo había tenido más defectos que virtudes. "No deja de ser mi papá", dijo categórica. Yo no sabía cómo consolar a mi mamá, porque aunque no veía que llorara -condición sinequanon del sufrimiento para un niño-, sí entendía lo que es querer uno a su padre. En un intento de empatía, quise mencionar los recuerdos bonitos que tenía de mi abuelo. Eran pocos -qué tanto podría quedar de esos diez minutos- pero vaya, inolvidables: la paletita de naranja, su sonrisa, su pelo blanco, blanco, en lo poco que le quedaba de cabellera. Sus lentes de pasta muy gruesos, muy negros: "¿Lentes? Mi papá nunca usó lentes. Si de algo siempre presumió fue de su vista".

De nada me valió discutir. Ella lo conocía mejor que yo y sabía de lo que hablaba: su papá no sólo tenía vista veinte-veinte, sino que nunca perdió la razón ni la memoria, y calvo tampoco era. Yo de cualquier manera me aferré al recuerdo de la persona equivocada y decidí nunca olvidar la imagen del viejo de las Charms. Después de todo, no porque fuera un desconocido dejaba de ser mi abuelo.

June 10, 2008

Temporada de hongos

Dice Enrique que hay dos temporadas de lluvias: una donde llueve fuerte una vez al día y otra donde llueve quedito sin parar durante semanas. A él le gusta más la primera, y yo coincido. Pero hoy estamos en la segunda.

No está mal, tampoco. Me recuerda cuando mi hermano Virgilio nos llevaba de paseo al campo. Una vez nos enseñó una cascada por Mil Cumbres, que se llamaba, o él llamaba, "El Abanico". Había que bajar una ladera empinada para llegar, resbalándonos entre el lodo rojizo, chapoteando en arroyitos, siguiendo el rumor del agua que se oía cada vez más cercano. A Virgilio se le ocurrió organizar un concurso de "a ver quién encuentra el hongo más grande". Y es que había hongos de todos colores y tamaños. Por supuesto, el concurso lo ganó él con un hongo que medía como cuarenta centímetros de alto. Nunca he visto uno más grande.

De regreso en la carretera un niño chapeado con una cubeta azul nos ofreció unos hongos amarillos y otros rojos, del color de sus mejillas. Mi abuela, que era una experta en esas criaturas de la sierra -los hongos, no los niños-, determinó que era imperdonable no comprarlos, pues se trataba de los míticos "pata de gallo" y guisados hacían un platillo de dioses. Tenían forma de coral y color de esponja.

Tenía razón mi abuela. Los pata de gallo los guisaron dos señoras que tenían una cocina de leña y se la pasaban peleando. Nosotros las veíamos discutir mientras esperábamos la comida y tomábamos café de olla al calor de su fogoncito. Hacía frío, teníamos los pantalones y las botitas enlodados. Desde la ventana veíamos la niebla envolviendo las montañas. Era uno de esos días en que no paraba de llover.

June 09, 2008

Blog de campo

Me levanto a las siete. Me doy un baño muy caliente. Me salgo a la plaza en el día nubladito, los adoquines están mojados. Los empedrados brillan. Me pido un café con leche mientras leo mi libro sobre frases nominales, al mismo tiempo que escucho la conversación de la mesa de al lado con el oído izquierdo porque en el derecho tengo un audífono de mi ipod verde de una sola canción. La canción es "Sleep to dream her" y me exaspera la banda de policía que toca los honores a la bandera porque no me deja ni escuchar la conversación ni oír la música, ni leer mi libro.

Así empieza el día en Pátzcuaro. Luego, regresar al hotel, comer una frutita, preparar cuestionarios, transcribir grabaciones y de nuevo tomo la combi y viajo una hora y media para ver a Micaela que es una santa y a su hijo Irépani que es un demonio poseído por un demonio todavía peor. Pero mi tolerancia a los niños se ha incrementado con la edad, y hasta me cae bien el escuincle. Lo dejo que aviente mi grabadora y todo. Micaela es la mejor informante que pude haber encontrado, nadie entiende mejor una pregunta, nadie es más clara en sus juicios.

En la combi de regreso escucho durante otra hora la misma canción. A las siete y algo salgo al mercado a comer una cosa. Un platillo nuevo cada día. Ayer fue tamal de carne, anteayer pozole batido y hoy uchepos con crema. Para el que no sabe qué son los uchepos, doña Toñita, que los vende, tiene una explicación en un cartel en su carrito. Pero hay que venir a Pátzcuaro a leerlo. El atole ha sido de guayaba y de tamarindo.

Hoy caminé de regreso al hotel y el sabor de los uchepos todavía me hacía sonreír. La noche era de un azul intenso con farolitos. El aire mojadito pero ligero. El frío más amable que he conocido. Yo como nací en un país católico, cuando soy así de feliz me siento culpable.

June 08, 2008

Todos los días cumplo años

Todos los días cumplo años, años de algo: del día en que perdí mi primer diente, del día en que me dejaron plantada en el cine Las Palmas, el día que me fumé mi primer cigarro en el estadio Centenario, el día en que me fumé el segundo seis años después y así sucesivamente. Hoy bien puede ser el aniversario de la primera vez que probé el helado de mamey. O de un hecho menos trascendente: mi primer embarazo.

Antes guardaba en una caja el boleto del autobús a Tepoztlán de aquella vez que fui con Pablo a visitar a Valentín, el ticket de Sanborns del día que me tomé un café con Fernando y luego vimos los ecualiptos sacudirse con el viento desde la terraza, la envoltura de la cocada que me regaló mi amigo secreto en diciembre de 1989... Un día los tiré todos porque eran tantos fetiches que no recordaba con qué motivo los había guardado. En cuanto fueron muchos dejaron de tener sentido, porque cada día no puede ser especial. Mi mamá tiene una caja parecida, pero con fotos, porque las imágenes se aferran más a la memoria que los simples papelitos. Una vez encontré una en blanco y negro de una niña en pantalones de mezclilla que no sabía que de grande iba a ser alcohólica. Iba de la mano de su papá caminando en una gruta. Decía "Recuerdo de Cacahuamilpa". Es del 8 de junio de 1984. Pero yo no recuerdo nada.