August 23, 2009

Palabras nuevas que me gusta usar

Computraidora
Como muchos grandes inventos, surgió accidentalmente, esta vez de un error de dedo de Rochy. Se le coló la r junto a la t y luego la i se insertó por asociación natural. Resume en una sola entrada léxica la sabia frase "Errar es humano, pero realmente cagarla requiere una computadora".

Unce
Más que un invento, este fue un descubrimiento de María cuando estaba aprendiendo español. Para María la palabra "once" no tenía ningún sentido: si "doce" está claramente relacionada con "dos" y "trece" con tres, ¿"once" qué tiene que ver con "uno"? Ella entonces arregló el problema, y contaba "diez, unce, doce..." O decía "Nos vemos mañana a las unce". Y aunque dice que los demás se burlaban de ella, para mí "unce" es ahora mi número favorito.

Acariñar
Tiene el sello inconfundible de mi sobrino Omar, que a los tres años era un bollito desconcertante de ternura y sadismo al mismo tiempo. Nosotros sabíamos de su mala costumbre de maltratar a los animales. Una vez hizo enojar a un perro.
-¿Qué le hiciste? ¿Lo pateaste?
-No, yo nomás extendí la manita porque lo quería acariñar.
El verbo "acariñar" es una gran aportación al español, que resume en una sola palabra las acciones de acariciar y dar cariño, que no son lo mismo. Por esta y otras razones yo he promovido la entrada de mi sobrino a la Academia Mexicana de la Lengua, pero al parecer debido a su corta edad y al desinterés de parte del Dr. Moreno de Alba, no ha sido tomada en serio su candidatura.

Amigar
No sé quién inventó esta palabra, basándose en la sabia estrategia, muy socorrida en inglés y muy desdeñada en español, de tomar un sustantivo y ponerle terminación de verbo. "Amigar" es "hacer amigos", pero en un sentido más trivial. Amigar es una actividad tan común que me sorprende que antes no cupiera en una sola palabra. Es especialmente útil en tiempos de facebook, donde uno "hace amigos" con decenas de desconocidos y conocidos de segunda. "No sé quién es ese güey y lo acabo de amigar", es una frase que acabo de leer y me recordó cómo es útil este nuevo verbo (nótese por ejemplo, lo bizarro de una oración como "No sé quién es ese guey y acabo de hacerlo mi amigo").

Sólido
Al contrario de lo que la palabra homónima pueda sugerir, "sólido" no es el estado de la materia en que las moléculas tienen el mayor grado de cohesión. Este otro sólido se refiere al estado de un paraje cuando no hay nada, ni nadie. Es una variante de "desolado", pero sin el dejo poético y rebuscado de este último. "Y después de mucho caminar llegamos a un pueblo sólido, sólido"; "No andes de noche por esa calle, que está muy sólida", son frases que solía decir mi amada Panchita, que fue quien me enseñó esa palabra (y muchas otras) importada de Amacuzac.

Además de las palabras nuevas que me gustan, hay palabras viejas que me gustan, pero la magia de las que listo aquí es que, por decirlo así, yo las vi nacer. En algunos casos, incluso conozco al autor. Es algo que no podemos decir de palabras viejas como "semilla" o "enredo". Si es usted autor de neologismos, o conoce a gente que se dedique a eso por error (como Rochy), por adquisición de segunda lengua (como María) o primera (como Omar), o simplemente por necesidad, ayúdenos a enriquecer nuestro vocabulario compartiendo las palabras frescas y recién horneadas que se sepa.

August 20, 2009

Hablar por reloj

Antes tenía un teléfono y su principal función era la de tenerme al lado esperando. Al final, en un año entero no sonó, o sonó equivocado; o sonó, pero no para mí; o sonó para mí, pero no era quien yo quería oír. Sin embargo, no me gustaba alejarme mucho de la casa porque no fuera que sonara el teléfono. Todas las noches antes de dormir me consolaba con la idea de que me habían llamado justo cuando yo no estaba. Porque tampoco teníamos contestadora, y ni mencionar identificador de llamadas.

En esos tiempos el teléfono era un misterio: sonaba y uno realmente no sabía quién estaba llamando. No había manera de averiguarlo como no fuera levantando la bocina. Era una máquina de incertidumbre. Hasta la fecha no sé cuántas llamadas que no contesté pudieron haber cambiado mi vida. Probablemente ninguna.

Antes, además del teléfono, que se quedaba siempre en casa, había otro aparato, llamado 'reloj' que uno usaba por lo general en la muñeca izquierda. En el reloj se veía la hora, y en el teléfono, pues se llamaba por teléfono. Si uno no tenía reloj, o si el reloj se desajustaba, había un número a donde uno podía preguntar la hora. Mi hermana marcaba el 03 y decía "¿Disculpe señorita, me puede dar la hora?" Y una grabación de señorita muy amable le decía: "Son las doce - cuarenta y cinco". Hoy tengo un teléfono que llevo conmigo a todos lados sin mayor propósito que el de ver la hora. Nunca suena y si suena no lo contesto, porque ya sé quién llama, y sé que puede dejarme un mensaje que desde luego no voy a revisar porque también aprendí que ninguna llamada es importante.

Antes uno le preguntaba a su amigo "¿Qué horas son?" y el amigo se volteaba a ver la muñeca izquierda y decía "Son cuarto para las tres". Ahora uno voltea a ver a su amigo y le pregunta "¿Sabes qué hora es?" Y el amigo inicia un ritual inexplicable: primero se palpa desesperadamente los bolsillos traseros del pantalón, luego los delanteros, luego se lleva la mano al corazón, dando palmadas en el pecho mientras mira al vacío con el ceño fruncido, luego por fin abre la mochila, saca un un libro maltratado, un klinex arrugado, escarba a tientas, se mete a la boca el chicle viejo que acaba de encontrar, recupera de la oscuridad un teléfono, aprieta tres botones y dice "Son cuarto para las tres".

Veinte años después tengo un teléfono que da la hora en el fondo de mi bolsa, y aunque ya no la espero, una llamada que sigue sin llegar.

August 02, 2009

Todo lo que es diferente es igual

Hoy me dio por escribir sobre la distancia, porque ando lejos. Lejos de dónde no sé bien, y sobre todo no sé lejos en qué. Lejos en espacio no propiamente, porque entre este lugar y cualquiera que he llamado 'mi casa' hay los mismos miles de kilómetros que me separan todos los días del lugar donde quiero estar. Tampoco es lejano el ambiente, porque el color de la tierra, la forma de las montañas y las plantas -excepto por las obvias diferencias en tamaño- son muy parecidos a los del lugar donde crecí. Tampoco me es ajena del todo la música -¿a quién le es ajena la música de África?- el colectivo apretujado, los vendedores ambulantes, la riqueza evidente -la variedad, los colores, las lenguas- y la pobreza inevitable. Creo más bien que este lugar es lejano porque antes había dedicado muy poco tiempo a pensar en él. Pero tampoco pienso mucho en Acatlipa, Morelos, y cuando paso por ahí no me siento en un mundo desconocido. Hay algo en la distancia que es completamente psicológico, y ahora creo saber qué es.

La sensación de distancia se debe al hecho de encontrarse uno en un lugar en el que es visto como un completo extraño. Y uno sabe qué tan extraño es mientras más se parece a la gente que en otra circunstancia consideraría diferente.

Ayer, siguiendo una música muy alegre que pensamos que vendría de una fiesta, llegamos a la puerta de una iglesia. Alguien nos vió asomándonos por la reja y salió a invitarnos a pasar:

-Vengan, vengan, pasen a la misa.
-No, muchas gracias, andamos muy mal vestidas.
-No, no tengan pena, esta es una misa para jóvenes y nadie anda elegante. Pasen. Es más, aquí adentro está mi amigo, él también es blanco. Es igualito que ustedes: es holandés.

Una rusa, una egipcio-americana y una mexicana -que era yo- nos volteamos a ver las caras unas a otras, todas con la misma pregunta en la cabeza: ¿y nosotras en qué somos igualitas a un holandés? (Al final lo importante fue que entramos a la misa y bailamos y batimos palmas y cantamos estilo karaoke alguna alabanza en Akaan).

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- ¿Son gemelas?
- No, no somos gemelas. Ni siquiera somos del mismo país.
- Ah, bueno, pero son hermanas.
- Sí, está bien, somos hermanas.

La única diferencia entre Mayra y yo es que ella es diez centímetros más alta, es muy delgada, tiene la nariz muy grande y las pestañas largas y tupidas. La otra diferencia es que no nacimos en el mismo país, ni hablamos el mismo idioma. Por lo demás, somos iguales, porque todo lo que es diferente es igual y aquí entramos todos en el mismo costal.

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-Hola, ¿cómo estás? Dame dinero.
-No tengo. Y suéltame el brazo.
-¡Mira!, ahí viene tu hermano.

Y sobresalió entre la multitud un chino, que nos reconoció como 'una de los suyos' y nos saludó con la complicidad que da ser dos extranjeros perfectamente identificables: "Buenos días", nos dice resignado.

-Buenos días. Y nos perdimos otra vez, sin jamás perdernos, entre la gente del mercado.

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A menudo me toca la mala suerte de platicar con gente que dice: "Yo no sé distinguir un chino de un coreano de un japonés. Todos los asiáticos son iguales; no sé ellos cómo se distinguen entre sí". Como si la obligación de ser distinguible fuera de uno, el extraño. A esa gente me gustaría decirle que en Ghana no falta el que piensa: "Yo no sé distinguir un chino de un mexicano de un egipcio. Todos son iguales, con sus pieles amarillas y sus cabellos lacios. No sé ellos cómo se distinguen entre sí".