
La primera vez que las vi me enamoré de Pilar. Lalo me había dicho que íbamos a oir un grupo de argentinas que mezclaban "rock con música popular", valga la redundancia. Y aunque en términos generales la descripción era correcta, nunca me imaginé que el "rock" era punk rock y la "música popular" era cumbia villera, Madonna, Nancy Sinatra y más rock, Black Sabath, The Cure y todo lo que un niño ochentero puede revivir a los treinta con emoción. Y ritmo tropical.
Me enamoré porque habían puesto a bailar a mis amigos (ahí estaba Camilo saltando como en 1994, la Toks, que no podía faltar, Jimmy con su inseparable chela en la mano, tambaleándose con ritmo). Me encantaron porque los micrófonos no servían y ellas sin embargo se lanzaron a tocar, con la grandiosidad con la que Izthak Perlman tocó con tres cuerdas en el Lincoln Center, de Nueva York, según cuenta la leyenda, bajo el motto "el artista hace lo que puede con lo que le queda". Ni más ni menos hicieron las Kumbia Queers en el Pit de Cuernavaca. Después los micrófonos funcionaron y lo celebraron como si se hubieran ganado la lotería. Me gustan porque son el mejor contraejemplo a la visión imperante "sólo hay una manera de hacer bien las cosas". Son lo opuesto de quienes juzgan que cada cosa pertenece a un solo género (musical o social). Son lo contrario del orden, y aun así super organizadas. Son la muestra de que la creatividad impera sobre la tan alabada "productividad". Son lo contrario del trabajo de nueve a cinco, y sin embargo super chambeadoras, son el reverso de todo.
Hacía calor, largaron las playeras al carajo, enseñaron los brasieres, tocaron y se desgajaron de alegría en el escenario, yo volví a tener dieciocho años durante esas horas y en el centro de todo, brillante con su guitarra roja tapizada de estickers estaba Pilar, queer poderosísima y sin duda la más atractiva que he visto. No le pude quitar los ojos de encima en toda la noche.
Al final de ese primer concierto, envalentonada con las chelas que se tomó Jimmy (porque yo no tomo), me acerqué a Pilar sorteando las marejadas de fans que se arremolinaban alrededor de ella pidiendo autógrafos. En realidad eran sólo tres, pero los nervios del momento me hacían sentirla inalcanzable. Desde entonces me dediqué a conseguir su disco, a ver sus fotos, a pescar el próximo concierto al que pudiera ir, a tragarme los nervios y la pena y pararme enfrente ella al final o antes del concierto y decirle "yo soy la que te mandó un correo / dió su teléfono / abrazó en el pasagüero / sonrió en el alicia / ama la remera que tiene y que tú estampaste/ cantó todas tus rolas hoy". Pilar siempre va a contestar, amable y confundida "che, siii... recuerdo, vos me mandaste un correo / sos de Cuernavaca, cierto?". Miente. No se acuerda, pero no me lo quiere decir. Y por eso me gusta más.
Ayer las Kumbia Queers cerraron su gira en Nueva York. Yo, como le dije alguna vez a Pilar en el primer correo que le mandé, estaba ahí bailando en primera fila. Mientras estaba cantando y riéndome y saltando, pensaba: son muy buenas, pero ojalá que nunca se hagan famosísimas porque lo que las hace grandes es saber que al terminar el concierto se van a estar fumando un cigarro o tomando una chela en la banqueta, o atendiendo su puesto de discos y playeras, y uno se va con la certeza de que el próximo año, en un forito pequeño como El Pit o el Fontana, va a tener durante unas horas dieciocho años otra vez. O mejor aún: va a tener los años que tenga y va a saltar y bailar pensando que la vida es de colores con print de leopardo y cuero negro y que el mundo es más bello por el revés que al derecho.
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