La primera oportunidad llegó el día de la primavera, cuando podíamos escoger ir disfrazadas de bailarinas o de princesas. Por supuesto, no lo tuve que pensar dos veces: bailarina. Mi mamá entonces me hizo el vestidito, me compró las zapatillas. Y después de ese día, los miércoles por la tarde, cuando llegaban las amigas de mi mamá a tomar el café, yo me ponía el vestido y sacaba alguno de mis discos de una colección de música clásica que venía con la enciclopedia para niños que me había comprado mi papá en Aurrerá. Ponía a Tchaikovsky o Schubert o lo que fuera y me ponía a bailar para mi público conformado por tres o cuatro maestras de secundaria que lo que más querían era chismear entre ellas pero que por amabilidad soportaban y aplaudían mi espectáculo improvisado. Siempre, al terminar, una de las amigas, Amelia, le decía a mi mamá: "Deberías llevarla a tomar clases a Bellas Artes". La respuesta de mi mamá, cada miércoles era "Sí, la voy a llevar mañana mismo". Pero ese jueves nunca llegó.
Un día el vestido ya no me quedaba y tampoco me quedaban ganas de hacer el ridículo enfrente de nadie y nunca más volví a bailar ni la música que ponían en las kermeses de la escuela, que es la que llamamos hoy "música de los ochenta". En ese tiempo era simplemente música y cada vez que empezaba a sonar a mí me temblaban las piernas y corría a esconderme, o me iba con algún pretexto a hacer otra cosa. Cada vez que en las fiestas me obligaban a bailar me daban terribles crisis de angustia, y tan escandalosas, que quien se había atrevido a jalarme de mi silla me volvía a poner en mi lugar, espantado como quien se sacude un insecto ponzoñoso.
Algunas veces me he preguntado cómo hubiera sido mi vida si hubiera aprendido danza clásica desde pequeña. No sé si sería mejor o peor. Probablemente ni siquiera sería muy diferente. No veo por ejemplo que mi vida sea menos afortunada que las de mis amigas a las que sí llevaron a tomar clases al INBA. Pero anoche, entre la mudanza -porque nos estamos cambiando de casa- encontró mi hermana un álbum. Tiene la portada roja y dice "Ballet". Está dedicado para mí, es un regalo de Lulú. Se lo regalaron a mis papás cuando era yo muy niña, con la intención de que pusieran en él las fotos de mis presentaciones, ensayos, clases, pequeños recitales. Debería tener las fotos con el tutú amarillo, las del infaltable leotardo negro, el salto fuera de foco, algunas de magníficos arabescos, todas para este momento ya descoloridas. Ahí deberían estar las fotos de mi presentación en el auditorio del Seguro Social de Cuernavaca, donde debí haber bailado para mi mamá un diez de mayo en que ella no pudo ir. Pero en lugar de eso, el álbum está vacío, irremediablemente vacío. Las bolsitas de celofán sobre el plástico blanco no guardan nada más que el lamento de haber dejado pasar el tiempo sin llenarlas. Hay una foto mía de cuando tenía un año y las orejas enormes, y eso es todo. Algunos recortes que después metió mi hermana con fotos de ella y de su hijo. El hecho de que mis padres hayan ocultado ese álbum en blanco por tanto tiempo me hace sentir traicionada. Me lleno de una rabia roja como la pasta del álbum inútil, y quiero llorar porque puedo imaginarme claramente las fotos que no están, que nunca se tomaron, que nunca pudieron ser tomadas porque los momentos que les corresponden no existieron, porque no hubo tutú amarillo, ni saltos, ni arabescos, ni barra, ni recital ni nada. Quiero llorar de pura tristeza porque de tanto decir "mañana" ese día nunca llegó.
1 comment:
Rabia,coraje, impotencia.
Te entiendo...
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