June 11, 2008

Mi abuelo

Esa vez nos llevaron a México por la misma carretera por la que una vez mi hermano nos había llevado a Reino Aventura. Sólo que este viaje no era de placer: mi abuelo estaba hospitalizado.

Mi abuelo tenía una hija que era enfermera en el hospital militar, así que ahí lo internaron. Yo nunca antes lo había visto, porque después de que se separó de mi abuela se fue a vivir a Hermosillo y tuvo otra familia. Las únicas veces que había oído hablar de él era cuando mi abuela sacaba a relucir sus rencores de más de treinta años de antiguo. Mi mamá raramente lo mencionaba.

Hacía frío en México, como le llamamos los guayabos a la Ciudad de México. Yo tenía un suéter blanco que me servía para poca cosa. Como en el hospital no podían entrar niños tuve que esperar afuera. Ya estaba yo acostumbrada a los accesos limitadísimos y la discriminación constante que implica ser niño. Mi mamá y mi tía estaban en el cuarto con él. A mí mientras me cuidó alguien, pero no recuerdo quién.

Cuando salieron mi mamá y mi tía, después de siete horas (no sé realmente cuánto tiempo pasó, he perdido muchos detalles, y de niño es uno malo para calcular el tiempo), mi mamá vino con una idea genial. "¿Quieres conocer a tu abuelito?" Ps, la verdad me daba igual, pero haría cualquier cosa con tal de desaburrirme. Entonces me contó su plan maestro: "Te metes por este pasillo, ahorita que no hay enfermeras, doblas en la pared a la derecha y entras por..." Insisto en que no recuerdo los detalles. Yo sólo sé que seguí las instrucciones.

Así llegué subrepticiamente y con el corazón latiéndome muy fuerte –del miedo, no de la emoción- al cuarto de mi abuelo: una cámara de hospital dividida con cortinas plegadas y donde tenía como vecino de cama a otro viejito al que no le puse mucha atención. Me quedé parada frente a él y mi abuelo me sonrió y me llamó con la mano. Tenía una expresión tan dulce que se me olvidó el miedo a las enfermeras y el hecho de haber entrado de autocontrabando. Le dije, como parte de las instrucciones que me había dado mi mamá: "Hola abuelito, soy Violeta". Él me vió desde el fondo de sus lentes de pasta y me preguntó si era yo la hija de Gloria. No importó que yo lo negara, que no supiera quién es Gloria, mi abuelito siguió hablando de gente que yo no conocía. Me presentó muy orgulloso con su vecino catatónico como "Margarita", y yo ya no quise contradecirlo. Al fin y al cabo ya sabía yo que los viejitos son necios y dicen incoherencias, porque así había sido mi bisabuela también. Así que yo nadamás contestaba preguntas simples y cuando no entendía asentía y nomás. En un momento que recuerdo prístinamente, mi abuelo saca del cajón de su mesita de luz un manojo de paletas Charms y yo escojo una de naranja. Me cayó bien el viejo, pero después de un ratito me despedí porque no tenía ganas de quedarme y ya quería ver a mi mamá. Los niños no están mucho tiempo a gusto con desconocidos, y después de todo, no porque fuera mi abuelo dejaba de ser un desconocido.

Salí como pude otra vez por el laberinto blanco y a la entrada del pasillo como a la salida de un túnel metafísico me esperaba la silueta aureolada de mi tía Julia. "¿Viste a tu abuelito?" Y les enseñé la paleta. Algo mencionaron sobre diabetes, que no entendí. Unos días después supimos que mi abuelo se recuperó, salió del hospital y se regresó a Hermosillo. No tuvimos contacto con él durante mucho tiempo.

Unos cuatro o cinco años después, mi mamá recibió la mala noticia por teléfono. Ese día estaba seria, pensativa. No lloró ni una lágrima, pero me confesó que estaba triste. Yo no entendía porqué habría de estar tan triste si finalmente nunca había vivido con él y a decir de mi abuela, mi abuelo había tenido más defectos que virtudes. "No deja de ser mi papá", dijo categórica. Yo no sabía cómo consolar a mi mamá, porque aunque no veía que llorara -condición sinequanon del sufrimiento para un niño-, sí entendía lo que es querer uno a su padre. En un intento de empatía, quise mencionar los recuerdos bonitos que tenía de mi abuelo. Eran pocos -qué tanto podría quedar de esos diez minutos- pero vaya, inolvidables: la paletita de naranja, su sonrisa, su pelo blanco, blanco, en lo poco que le quedaba de cabellera. Sus lentes de pasta muy gruesos, muy negros: "¿Lentes? Mi papá nunca usó lentes. Si de algo siempre presumió fue de su vista".

De nada me valió discutir. Ella lo conocía mejor que yo y sabía de lo que hablaba: su papá no sólo tenía vista veinte-veinte, sino que nunca perdió la razón ni la memoria, y calvo tampoco era. Yo de cualquier manera me aferré al recuerdo de la persona equivocada y decidí nunca olvidar la imagen del viejo de las Charms. Después de todo, no porque fuera un desconocido dejaba de ser mi abuelo.

3 comments:

Chacha said...

Señito, si me permite decirle señito que es de cariño, he leído su blog desde hace algún tiempo y no encuentro palabras para explicarle lo que es para mí leerla, ¿qué le puedo decir que no le hayan dicho ya?
Siga escribiendo como lo ha hecho hasta ahora. Yo quiero ser como 'asté' cuando sea grande.
Se porta mal y lo hace bien.

Larisa Escobedo said...

Esta historia, amiga, es increiblemente buena. La memoria, la verdad, la identidad, todo se disloca, todo se desarma... cuando leo tus textos y me emociono tanto no puedo evitar pensar que tienes tu veta de artista visual -mas que de bailarina- que entiendes el poder de la imagen mucho mejor que mucha gente... Le debes un libro a tu historia, le debes un libro a un proximo cumpleanhos y a un album de fotos del dia que lo presentaste en el jardin borda. Un libro tuyo, no de linguistica sino de violeta, lleno de esa mirada unica, reflexiva y nada pretensiosa. Me encanta tu blog amiga. Me encanta que nos leamos cotidianamente y saber que de alguna manera nos conocemos mas y que la banalidad de las platicas cabulas tiene su contrapeso en escuchar la verdad. La V E R D A D . Aunque todo sea de mentiritas. No importa.

irene said...

Gracias Violeta, grato momento me has hecho pasar, sin querer, supongo.