Yo nunca tuve un diario. Eso sí, intenté comenzar muchos diarios. Muchas veces tomé la resolución de escribir disciplinadamente en un cuadernito todos los días. Y empezaba, según una fórmula que aprendí no sé en dónde: "Querido diario:" Luego llenaba páginas y páginas con una sarta de nimiedades, porque creía que mi obligación era detallarle a mi querido diario -al cual dicho sea de paso, no le tenía el más mínimo cariño- lo que había hecho en el día, cosas como: "Hoy me levanté a las seis, me lavé los dientes, me puse el uniforme; ah no, primero me bañé..."
Lo más aburrido del diario era que nadie lo iba a leer jamás. Ni yo misma. Ni mi madre aunque se lo encontrara accidentalmente dejado a propósito sobre mi cama. Era parte de escribir un diario el guardarlo bajo el colchón o incluso bajo llave, como si contuviera los más atroces secretos de la adolescencia. Se imagina uno que los diarios de las adolescentes están llenos de narraciones eróticas en primera persona o de terribles confesiones sobre los cálculos egoístas detrás de una aparente amistad, o que se desentraña en ellos la madeja existencial de esa etapa liminal de la vida humana. Pero no. Los diarios de las adolescentes están llenos de cosas triviales y tan repetitivas que terminan siendo increíblemente parecidos al guión de El Día de la Marmota.
Cuando fui más grande, siempre que viajé empecé un diario. Entonces no me sentía obligada a escribir todos los días, sino sólo cada vez que el tiempo me lo permitía. Además, mi cuaderno de viaje era buena compañía cuando andaba sola. El problema fue que el alcohol resultó ser la mejor compañía de mi cuaderno de viaje. Al final ellos dos se acabaron entendiendo y cada vez que traté en la sobriedad o en la resaca de repasar lo que había escrito, todo eran garabatos incomprensibles, y el cuadernito terminaba con textura de chicharrón y oblea de pasar tanto tiempo remojado en cerveza.
Tiempo después descubrí la magia del correo electrónico y la función "blind copy". Entonces llené las bandejas de mis amigos con correos colectivos. Generalmente eran propaganda política sentimentalista. Uno de ellos se fue forwardeando y forwardeando hasta que me llegó de regreso, enviado por alguien que a su vez lo había recibido de no sé quién más. Un día lo encontré publicado en famoso blog de referencia obligada en las elecciones del 2006. Ahí venía mi escrito desplegado bajo el decoroso nombre de Anónimo. El que lo posteó lo había recibido cuando la firma original ya se había perdido. Aunque también se perdió en el camino el flamante título que le había puesto ("Gelatinas de nuez"), me llenó de una alegría desconocida y muy parecida al orgullo ver cómo había llegado hasta allá casi intacto mi avioncito de papel.
Para entonces yo me vanagloriaba silenciosamente de ese descubrimiento: "Mi género es el email". Me gustaba el email porque uno selecciona a su audiencia (pace el fenómeno incontrolable del forward); aunque bien no sabe quiénes terminarán leyendo, o mejor aún, contestando, y quiénes lo clasificarán como correo no deseado sin otorgarle siquiera el beneficio de la duda. Pero el email es intrusivo, y en algún momento me llegó a aterrar la idea de que mis amigos asociaran mi nombre con el horrible "sentimiento de espam" -i.e. el rechazo automático que sentía uno en los ochentas al recibir la correpondencia de Readers Digest donde dice que se ganó uno (el derecho a concursar para ganar un boleto para la rifa de) una casa en Acapulco-. Así que decidí abandonar también el rudimentario método del mail colectivo.
Por lo tanto, necesité un lugar más para hacer públicas las estupideces que se me iban ocurriendo en el tiempo de ocio, que para mí es todo el tiempo en que vivo a conciencia. Entonces conocí el blog de Larisa y pues lo que hace la mano hace la tras, lo que hace Larisa lo hago yo, y así es como salí con esto de ponerse las botitas. Los que no somos escritores de profesión escribimos por una sola razón: pasamos mucho tiempo solos. La vida, que es maravillosa, sucede frente a nosotros sin que nadie más lo atestigüe. Tenemos tiempo de sobra para revivir recuerdos, "verlos en cinito", como le dice David. Muchas veces al día me dan ganas de decirle a alguien "¿Viste? ahí va un pedazo de mundo" o "Mira: está regresando febrero de 1994". Pero al lado mío rara vez hay alguien. Y cuando lo hay estoy más ocupada en vivir que en ver la vida pasar. Por eso escribo, Oscar. Por si algún día te detienes por aquí.
4 comments:
Hola,
Yo también escribía un diario, pero más bien era un filosofario. Nada de poner los hechos, sino las ideas las cosas que se me ocurrían, pero luego, después de una temporada dejé de escribir y tan, tan. Lo conservo y hay cosas que, narcisiticamente hablando, están buenísimas. Ve este link: http://kuacimodo.blogspot.com/2006_06_01_archive.html
Y aunque no tengo compañía a veces, no me siento solo. Pero la escritura e internet han sido un remanso, para este menso, el próximo año ya me prometí darle vuelo a la hilacha creativa. (Por cierto, sabes de donde viene eso de "darle vuelo a la hilacha")
El próximo post va con dedicatoria para mi en Astrolabio de palabras.
Ahhh, algo más. Que tal esto del androginismo español: Madre patria. Si patria es el equivalente a la tierra del padre, entonces lo español que tengamos será andrógino. Saludos.
Hola Cronopio, gracias por la visita. No tengo ni idea de dónde venga "darle vuelo a la hilacha". Todavía más me intriga el "echar la cana al aire".
Que la madre patria es andrógina, nunca lo había pensado. Quizás porque nunca pienso en la madre patria de por sí. Los traductores de Nietzche me acuerdo que le ponían "La Matria". La palabra que usaba Nietzche en el original ni la recuerdo ni la quiero recordar.
El tema de la madre y el padre es un reverendo desmadre aunque está padre. No tienen madre los que dicen que lo que vale poco vale madres y mi abuela decia que no se deberia decir "esto esta padre" sino "esto está a toda madre". El novio de Anita cuando aprendió español chilango decía "está madre". Y eso me parecía madrísimo. Está a todo padre esto de sacar la expresividad por el parentesco, ¿no?
Yo escribí un diario de citas durante mucho tiempo, se trataba de copiar citas de los libros que leía y que se relacionaban conmigo en ese momento. Es chistoso, ahora que lo releeo puedo acordarme de lo que pensaba yo cuando apuntaba alguna cita que ahora me parecería intrascendente y que nunca me detendría a releer. Uno se lee en lo que lee.
Después vino la angustia y tuve que escribir en una bitácora los detalles de cada una de mis sesiones de ansiedad, hasta que poco a poco devino en diario que no parece diario.
Besos
Elena
Otra vez Elena, ahora Elfriede Jelinek te comenta con este ensayito:
Siento como si, desde que aprendí a leer, no hubiera hecho otra cosa, y como si a partir de entonces cualquier otra actividad me pareciera un desperdicio de tiempo. Es como si entrara en algo tosco (sobre todo en lo que respecta al contacto con la gente); probablemente todo esto sea sólo culpa mía: que leo para no tener que vivir (y por eso también escribo). Y leo muchas novelas policiacas, en las cuales otros tienen que cerrarse a la vida antes de tiempo, violentamente, así como yo pienso en poder cerrarme al tiempo leyendo; también leo basura, revistas trash, da igual qué, pero siempre tiene que haber algo impreso delante de mis ojos, porque no se me ocurre nada más acorde con mi vida. La lectura es para mí la ropa chic de la vida, me queda y se adhiere a mí. Otras personas pueden entrar en uno violentamente como espinas, pueden destruirlo a uno, pero uno puede sobrevivir pensando en lo incierto de las letras. Esto es un juicio. Cuando uno no ve otra cosa que letras, entonces no lo ven a uno los otros que al acercarse se revelan como no letras. Mi padre era justamente así. Sólo puedo recordarlo con un libro frente a sus ojos. O con un periódico. Existen los que hacen y los que leen, me parece. Yo soy inactiva pero leo, y no soy ilegible. Y en eso entro en una especie de estado paradójico: mi grado de concentración oscila dependiendo de la apreciación que hago del material de lectura, pero casi de manera grotesca. Por ejemplo, leo filosofía como un ave de rapiña. Algo hojea monótonamente las hojas, demasiado tarde me percato de que soy yo, y de pronto me lanzo con un grito inaudible a una parte del texto que recién he advertido, la arranco, todavía chorreante de sangre, repugnante, y me la apropio, el jugo se me escurre por la barbilla, esto que hago no se ve nada bien, e inmediatamente después (algo que ocurrió tan rápido tiene al menos que regresar y quizá luego quedarse) veo si puedo usar algo de ello, y lo fijo con concreto en mi propia escritura, como antes enterraban seres vivos en los cimientos de edificios; para que dure más tiempo el edificio, supongo. No creo que mis escritos duren más tiempo sólo porque he enterrado en ellos un pedazo de carne de Heidegger o de Nietzsche, ni siquiera lo he hecho de manera furtiva, aunque sí lo he robado, y después los germanistas pueden jugar a olfatearlo, lo que no deberían hacer y sin embargo siempre hacen. Tal vez lo hacen porque continuamente les pego por esto en los dedos. Por otro lado, leo una novela policiaca o alguna otra cosa por diversión, y mira lo que pasa: involuntariamente, después de casi cada párrafo regreso con los ojos a su principio, y lo vuelvo a leer, lo leo por decirlo de algún modo avanzando y retrocediendo (esto tendría que hacer con los caminos del pensamiento, caminarlos una y otra vez, entonces sería por fin más lista, y eso también sería más listo), hasta que al final he leído todo dos veces, lo que resulta totalmente inútil, porque de todas formas releo mis libros preferidos, no digo cuáles, o debería hacerlo, no, no lo digo, ninguna intimidad aquí, esto me avergonzaría incluso frente a mí misma, pues estoy sola conmigo, ya que de por sí releo mis libros favoritos una y otra vez, y esas veces, doblemente. ¿Tal vez justamente para anular la impresión anterior? Pues se dice que queda mejor lo que se hace dos veces, quizá leo estos libros porque no debe quedar nada. Tengo tanto miedo de esto que debería retener, que casi no me atrevo a mirarlo. Evito con los ojos los libros que tengo que retener (o al menos debería), por decirlo de algún modo sólo los leo de paso o sólo rápidamente, arriesgando un parpadeo, como si cayeran columnas, columnas paralizadas de sal, todas copiadas toscamente de mi figura, las cuales se lanzan sobre mí como algo enorme y oscuro, me aplastarían si yo las viera demasiado tiempo y tendría que reconocerme viéndolas como algo que ni siquiera existe. Por eso no puedo meterme con demasiada precisión. Las miradas pueden matar, y la lectura puede destruir. Yo tengo que hacerlo continuamente, como dije antes, pero con mucho cuidado, porque si no podría devolver el golpe. Yo sé en qué parte me siento segura (de la página 3 a la 428 o algo así), donde al leer no me puede pasar nada. Si mirara demasiado tiempo, algo como una viga me golpearía en el ojo y tendría entonces que dejármela quitar a duras penas por otro. Y el otro nunca está. Justamente esto es lo que exijo de manera tajante.
Este ensayito me recordó la segunda vez que me llevaron a la ciudad y me atrasaba siempre porque me detenía a leer, nunca había visto tanta escritura en todos lados: los nombres de las calles, los carteles, los volantes, los anuncios... no puedo dejar de leer, incluso lo que no me interesa, si está impreso es peor.
Otro beso
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